No llegamos
Tenemos que retrasar. Los presentes en la reunión se miraban unos a otros. La frase que nadie quería decir, la escuchaban ahora todos. Unos empezaban a hacer cálculos de lo que iban a costar esas tres palabras, otros contaban los días de más que tendrían para ensayar, otros sabían que, tras esa frase, se les iba su ayudante que tenía otro proyecto y que, con el retraso, se perdería con toda probabilidad la película y tendrían buscar un sustituto; además, seguro que habría que cambiar el plan de rodaje, renegociar para otras fechas las localizaciones, actores, vehículos, luces, cámaras, el catering, cambiar contratos, seguros, aviones, hoteles… en fin, trasladar el enorme circo que es un rodaje a otras fechas.
Siete días se retrasaba el inicio de la película, anunciaba el e-mail de producción; ya era, pues, oficial. Siete días más para poder cerrar el casting que seguía cojo, siete días para poder tener todas las localizaciones, pensaba para mí; podría también hacer una nueva versión del guion y añadir todos esos cambios que, en mi opinión, harían mejor la historia.
Como si nos hubiera tocado la lotería, todos hacíamos cábalas sobre cómo gastar esos días extra con los que, de repente, la diosa fortuna y el dinero de la producción nos obsequiaban. De repente, pasábamos de no poder respirar a tener una bombona de oxigeno, de contar calderilla a tener dinero en la cuenta, de tener que correr una maratón a dar un paseo.
Siete días más hacían realidad cosas que, hasta hacía un momento, eran imposibles: la reunión con los especialistas, que se retrasaba día tras día, encontró acomodo de repente; ese ensayo, que ya daba por perdido con los actores jóvenes tenía un hueco en la agenda; para esa localización que ya no daba tiempo a pintar, salían ahora los pintores pertrechados de brochas y pinturas, con horas de sobra para dar dos manos y que estas se secaran; además, el director de arte se había decidido a cambiar las cortinas –aprovechando que había tiempo– y el director de fotografía valoraba si debía cambiar el diseño de luz con el nuevo color de las paredes y las flamantes cortinas que filtrarían la luz tamizando su intensidad.
Los rodajes tienden a retrasarse. Cuestan mucho dinero y siempre se procura contener su duración y los días de preparación. En un mundo perfecto, los planes se cumplen, pero los mil millones de factores que influyen hacen que esos planes, que el papel aguanta sin problemas, la realidad aguafiestas se empeñe en hacerlos fracasar.
Desde hacía unos días me sentía más arropado; desde hacía unos días tenía en Puerto Rico a los jefes de equipo y, de repente, más y más cosas se hacían realidad: ya empezaba a ver retazos de la película, la jefa de vestuario me mostraba unas fotos de referencia de estilos y unos bocetos de vestuario, me enseñaba colores y texturas y yo comenzaba a hacerme una idea más clara.
El director de fotografía ocupaba mis pocos momentos libres, me contaba con entusiasmo cómo pensaba iluminar tal o cual decorado, yo le contaba como quería que fueran las noches en la película y él me hablaba de la bondad de las ópticas que íbamos a usar y me mostraba, junto a la directora de arte, una paleta de colores con los que trabajar.
Yo iba decidiendo que empezáramos con colores fríos, materiales modernos: acero, cemento, cristal… ya pasaríamos a los colores más calidos y con más saturación cuando la película llegara al trópico, a Canarias. Y mientras me hablaban de colores, de luces y de sombras, de unas nuevas alfombras y de una preciosa mesa de cristal para la casa del protagonista, yo, mentalmente, iba colocando esos elementos.
Trasladaba esa nueva información a los planos que había pensado, a las puestas en escena que, todavía sin acabar, se perfilaban en mi mente, y lo que antes eran imágenes esquemáticas, empezaban ahora a cobrar vida. Ya veía ese fondo rojo que me contaba la directora de arte resaltando el vestido verde que me describía la jefa de vestuario, mientras el director de foto me hablaba de iluminar la escena con la cálida luz del atardecer que, lógicamente, él conseguiría colocando sus focos afuera en la ventana y filtrando esa luz a través de la cortina de lino color tabaco que en ese momento desembalaba la escenógrafa. Entonces, en mi cabeza, pedía “acción” y la actriz decía su línea del guion mientras miraba con descaro hacia la derecha de la cámara tal y como le había pedido; bueno, más bien tal y como lo estaba imaginando.
El plano estaba completo y preparado, ahora podíamos rodarlo. Si rodamos veinticinco planos diarios con cada cámara –tenemos dos cámaras– en veintinueve días de rodaje haremos cerca de 1.500 planos. En las películas con mucho presupuesto se piensa y dibuja cada plano con meses de antelación, se construyen los decorados para no depender de la luz y del tiempo, todo está controlado, medido, previsto.
En las películas más pequeñas no tenemos ese tiempo de preparación, los equipos son más pequeños de lo deseable y tenemos mucho menos dinero, por lo que tenemos que compensar las carencias con imaginación, corriendo más, adaptándonos a lo que tenemos y, a veces, reduciendo nuestras expectativas. Pero, aun así, hay momentos en los que no nos queda más que reconocer lo que todo el mundo en el equipo sabe, pero nadie quiere decir o, al menos, nadie quiere ser el primero en decir: tenemos que retrasar. No llegamos.