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Camino del campamento base del Annapurna

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Annapurna, Foto: Hotnews
Annapurna, Foto: Hotnews

El presente diario narra la subida al campamento base del Annapurna que realizó Jesús del Cerro este verano y que se publicará durante cuatro días. Este es el primer día. Rumbo a Chomrong.

Mientras avanzaba por la semidestruida carretera camino de la salida de mi trekking, pensaba en los 4.200 metros de altitud que me esperaban, en el Annapurna, en la montaña sagrada de Machapuchare y en el monzón. Ram, mi guía, iba delante con el conductor. A ambos lados de la carretera se sucedían pequeñas tiendas, talleres mecánicos, casas sin acabar aquí y allí y, siempre, majestuosas, omnipresentes, las montañas: el Himalaya.

Hay varios sitios desde los cuales se puede empezar el ascenso al campamento base del Annapurna. Nosotros salimos de Nayapul, a 1.070 metros de altitud. La ventaja de hacer el trekking en agosto, temporada baja por allí, es que, básicamente, recorres el camino solo; apenas hay gente en las sendas, puede que en un día te encuentres a diez o doce personas. La parte mala, que te repiten por todos lados, es que llueve… y mucho. No en vano, es el monzón. Y, además, las montañas altas, los míticos siete y ocho miles que venimos a ver, están prácticamente todo el tiempo cubiertas de nubes y verlas es cuestión de suerte y de madrugar, porque el momento en el que es más probable poder ver a esas moles de piedra y nieve es al amanecer.

Con toda esa información a cuestas más los diez kilos de mi mochila nos pusimos a andar. Nada más salir del pueblo, en un control, sellamos el permiso para andar por el área de conservación del Annapurna. Los inicios son plácidos y hermosos, caminábamos por un valle con un río corriendo al fondo, el camino era ancho, la subida constante pero muy poco pronunciada y por todas partes estábamos rodeados de vegetación. En las partes altas de las montañas, bosques frondosos, más abajo, los árboles dejaban paso a terrazas llenas de arrozales que crecían perfectos, uniformes. En los bordes de las terrazas, alineadas, las plantas de soja dan como resultado un paisaje con una gama increíble de tonos de verde. Dicen que los esquimales reconocen hasta treinta tipos de blanco en la nieve. Aquí podrían competir en tonalidades de verde.

Todoterrenos y autobuses todavía proporcionan un medio de transporte a la gente de esta zona. Hasta Ghandruk el coche podía llegar mal que bien. De ahí en adelante, solo los porteadores garantizan el suministro de cualquier cosa que se necesite. Nosotros queríamos llegar más allá, a Chomrong, y allí dormir la primera noche después de ocho horas de caminata.

Estudiantes de uniforme, campesinos trabajando el arroz, tranquilos búfalos paciendo, tiendas que venden unos pocos productos y, siempre, el rumor del agua que me acompañaba en estos primeros kilómetros.

El agua, después de las montañas, es el principal protagonista del paisaje: los campos de arroz, colgados en las faldas de los montes, están constantemente inundados por el agua que cae de las montañas. El agua fluye de una terraza a otra en constante movimiento, mientras caminas cruzas riachuelos, arroyos y ríos cada pocos minutos y, si miras hacia las montañas, siempre ves cataratas, agua cayendo a uno y otro lado del valle. Las cataratas, el rumor del agua y las montañas iban a ser nuestros acompañantes… luego llegaría otra agua: la lluvia.

A las dos horas de marcha vemos un autobús luchando por superar una rampa. Las lluvias han dejado el camino hecho un lodazal y el autobús trata una y otra vez de superar la pendiente mientras los pasajeros esperan en el camino para quitar peso. Al poco, un desprendimiento impide el paso a los vehículos y a los peatones: el camino se corta. Nos adentramos en una senda; aquí las pendientes empiezan a ser contundentes, hace calor, hay mucha humedad y me acabo de beber mi primera botella de agua. Compro otra (siempre quiero tener dos botellas llenas que suben a doce los kilos de mi mochila) y encaro una subida llena de escalones cuando llega lo que la lógica dice que tenía que llegar: el monzón.

Me pongo mi chubasquero que impedirá por unos minutos que me cale. Sigo andando bajo la lluvia y empiezo a oír un ruido poderoso, sordo. Continúo el camino mientras el ruido aumenta más y más; otros ruidos resuenan a lo lejos. Al cruzar un pequeño puente me doy cuenta de que los ruidos que escucho son producidos por el agua; las cascadas que caían aquí y allá con fuerza, ahora empujadas por el agua de la lluvia, se convierten en corrientes impetuosas. Toneladas de agua se despeñan arrastrando todo lo que se pone por delante. Atravesar ahora esos pequeños puentes húmedos, resbaladizos, con la corriente rugiendo debajo de ti, deja de ser una tarea rutinaria y empiezas a prestar más atención: un resbalón ahora no sería una broma. La cantidad de lluvia previsible para mi idea de lo que es el monzón en Nepal se superó a la media hora convirtiéndose en un imprevisible diluvio.

Después de un par de resbalones y de cruzar miradas con Ram, decidimos hacer lo contrario de lo que nos pedía el cuerpo: ir más despacio. Estamos bajando ahora hacia un puñado de casas donde podremos comer y estar a resguardo. Bajamos escalones de piedra, medimos cada paso. Me acabo de dar cuenta de que a mi derecha ahora tengo una caída de unos cien metros y, si despeñándome no acabo reducido a pedacitos el río que corre abajo fuerte y poderoso, crecido ahora por las lluvias, sería como la batidora de mi casa a máxima potencia en tamaño XXL.

Ya calados, llegamos a Landruk. Procedo a quitarme la ropa mojada. Cerca de donde estamos, un torrente compite en velocidad con los fórmula 1. El agua es marrón, señal de que ha decidido arrastrar todo lo posible en su caída. Esa agua será la responsable de las decenas de desprendimientos que veré a partir de ahora y de que cada año mueran durante el monzón centenares de personas solo en Nepal.

Unos porteadores juegan a las cartas aprovechando un descanso. Iluso de mí, pienso que se protegen de la lluvia cuando, poco después, cubiertos por unos plásticos, calzados con unas chanclas y con unos bultos más grandes que ellos sobre sus espaldas, los veo salir en lo peor de la tormenta. Me daré cuenta así de que la vida en Nepal sigue con o sin monzón. Es la una y media, llevo cuatro horas de camino, la comida es pasta de arroz con pollo y verduras. Después de comer esperamos un poco a ver si escampa. El monzón se apiada de nosotros, se toma un respiro y salimos: más cuestas. Compro otra botella de agua. Ciento veinte rupias o, lo que es lo mismo, un euro: todo empieza a encarecerse. Esta será –lo descubriré después– la última botella de agua mineral que pueda comprar.

Las cuestas empiezan a ser poderosas: escalones y más escalones. Adelantamos a los porteadores que salieron casi una hora antes que nosotros subiendo como pueden con los kilos de carga. Ram se queda atrás pero no se para; él sigue a su ritmo. Yo encaro las cuestas como puedo y sigo subiendo por una senda rodeado de vegetación. El río sigue a nuestros pies pero ya no lo veo. A mi derecha continua la caída pero ahora la vegetación impide verla. Pienso que si me caigo algún árbol me frenará, pero un pequeño claro me hace ver mi error: la caída es muy pronunciada y los árboles más que pararme me golpearían como a una bola en un pinball. Para sacarme de mis pensamientos el monzón decide que no fue suficiente y nos descarga otra tromba de agua que, lógicamente, deja en evidencia a mi chubasquero impermeable y a los ingenieros que lo diseñaron y me vuelvo a calar.

Cinco de la tarde: empieza a oscurecer y Chomrong se antoja imposible hoy. La espera después de comer nos impide llegar allí y me doy cuenta de que, llueva o no, hay que andar: esa espera fue un error. Decidimos dormir en Jhinu, a 1.780 metros de altitud. Nos hemos quedado a dos horas (y una pedazo de subida, eso me dicen) de nuestro objetivo. Hemos caminado unas seis horas y, según mi reloj, unos veinte kilómetros. Aquí todo el mundo se reía cuando le preguntaba por los kilómetros: será porque los dos mil escalones de una cuesta infernal no se deben de medir en kilómetros. Lo empiezo a entender ahora. Los pies y las rodillas los tengo bien; eso y un té caliente me alegra.

El albergue es una casa de campesinos en la que se han improvisado unas habitaciones. La cena será dhal bhaat, plato típico de Nepal con arroz, lentejas y una serie de verduras o curries todo junto y que tú revuelves a tu gusto. Pido que no pique si es posible porque aquí todo pica y mucho. Soy el único hospedado en esta casa y, como no hay nadie más, la habitación contigua a la mía se usa para almacenar patatas y, en un pasillo, se deja secar el maíz recién recolectado; cosas de la temporada baja. Me ducho con un barreño de agua –digamos fresca– y comparto con la familia la preparación de la cena. Antes he tendido mi ropa húmeda (calada) con la esperanza de que mañana esté seca.

Después de comerme mi dhal bhaat, que pica poco para ellos, mucho para mí, veo un poco de televisión nepalí con la familia que ríe con una retransmisión de lucha libre americana, muy popular aquí. Son las diez de la noche y me acuesto; mañana el desayuno a las seis y empezar a andar a las siete y media. Mientras me quedo dormido oigo como empieza de nuevo a llover.

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