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Cine rumano: del comunismo despótico al desengaño capitalista

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Dupa dealuri, Foto: Mobra Films
Dupa dealuri, Foto: Mobra Films

​El cine rumano comienza a sacudir el Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona esta misma tarde con la proyección de Martes, después de Navidad. El D’A dedica su retrospectiva a repasar los últimos diez años cinematográficos rodados en este país: Muntean, Puiu, Mitulescu, Porumboiu, Sergan¿ no, no es la alineación del Steaua de Bucarest. El mismísimo Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días) se dejará caer por la Filmoteca este martes 30 de abril a las 20h para hablarnos de decepción, pasado, relatos cortos y¿ esperanza, por qué no Érase una vez en Bucarest. Érase una vez un país que sobrevivió a un dictador que se vino abajo el primer día en que lo abuchearon al salir al balcón, aquél a quien George Bush padre había tildado en 1983 como „uno de los comunistas buenos de Europa”, publica el diario de Barcelona La Vanguardia.

Y érase una vez una generación de cineastas que pudieron empezar a contar algo de lo que había pasado mientras el muro de Berlín se venía abajo y comenzaba a saberse lo ocurrido en Timisoara. Muchos años de espera, mucho tiempo de silencio. Y mucho, muchísimo material.

Aquí no hubo ni revolución húngara ni primavera de Praga. Rumania formaba parte del bloque indisoluble, de ese conglomerado de países “tutelados” por la Unión Soviética. Aún así, su ubicuo administrador demostró cierta independencia al criticar abiertamente la invasión de Checoslovaquia (toda una osadía, las cosas como son). Y es que Moscú no salía de su estupor, ¿quién era aquél Nicolás Ceaucescu que se saltaba el guión, diciendo cosas como que había que disolver el Pacto de Varsovia? Pues otro sátrapa dispuesto a mercadear con la ilusión de los pobres.

Pero antes de demonio, Ceaucescu había sido ángel. Llegó al poder en 1967, tras dos años como secretario general del Partido Comunista Rumano. Y como otros grandes bellacos que acabaron siendo ajusticiados por su propio pueblo, lo cierto es que al principio se granjeó las simpatías de Occidente. Hacía y decía cosas distintas, parecía querer sacudirse el férreo marcaje del gran oso ruso (el camino se lo había allanado su antecesor en el cargo al conseguir que la Unión Soviética retirase sus tropas de Rumania). Nicolás hablaba y prometía, prometía y hablaba…

… y todo se acabó quedando en palabras, palabras y más palabras. Irrumpió la propaganda entendida como una de las bellas artes y la Securitate, esa policía política que no podía faltarle a ningún émulo de Stalin. Un convincente aparato represivo que le aseguró más de veinte años de paz y prosperidad… personal.

Volvemos a Bucarest, volvemos a aquella Gran Plaza donde tocaba gran guiñol en forma de adhesión colectiva. Diciembre de 1989. Un video casero, un juicio sumario y el snuff apropiándose de los telediarios: los cadáveres informes de Nicolae y Elena Ceaucescu tendidos en la arena. Y es que los zares más sangrientos alcanzan el paredón por méritos propios.

Ahora tocaba vivir para contarlo. Tras una década de asimilación, los cineastas rumanos sacaron las cámaras a las calles para ejercer la autocrítica. Pero la autocrítica de verdad, no aquellos esperpentos de Politburó y falsas dimisiones jamás aceptadas. Tocaba hablar de Rumania, filmar en Rumania (y no utilizarla sólo como exterior exótico, algo que hará años después Sacha Baron Cohen en su Borat). A la porra el castillo de Vlad ‘el empalador’, el chucrut y Nadia Comaneci. Este fue nuestro país, el de verdad.

Cristian Mungiu se complace en presentarles…

Si existe una especie de socio fundador en esto de la nueva ola rumana, ese hombre podría ser Cristian Mungiu, quevisitará Barcelona para presentar su filmografía completa en la Filmoteca de Catalunya. El 30 de abril, coincidiendo con la proyección de su última obra Más allá de las colinas, protagonizará una charla con el público asistente. Es el autor de la película que mayor fortuna ha hecho hasta el momento (4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), Palma de Oro en el festival de Cannes de ese año) y en la década transcurrida desde su salto al largometraje ha demostrado inquietudes intercambiables con otros miembros de su generación, así como una generosidad infinita a la hora de compartir apellido y pedigrí con compañeros de oficio.

Por todo ello, Mungiu será nuestro cicerone en este recorrido tragicómico por las tierras de aquél “dulce travesti de la Transilvania transexual”, como rezaba la canción de The Rocky Horror Picture Show. Su filmografía completa –incluidos cinco cortometrajes- podrá verse en la sede de la Filmoteca de Barcelona entre el martes 30 de abril y el viernes 10 de mayo.

Mungiu nació en la primavera del 68, estudió literatura inglesa y ejerció de periodista para acabar graduándose en dirección de cine por la Academia de Cine y Teatro de Bucarest. Antes de Occident (2002), su primera película, rodó una serie de cortos que señalaban las coordenadas por las que quería que transitase su cine. El que más perdura en la memoria cinéfila posiblemente sea Zapping, una divertidísima pieza de quince minutos sobre un hombre, su televisor y, cómo no, su totémico mando a distancia. Su rutina post-laboral parece consistir en sentarse ante el sofá con la camiseta estilo imperio, ignorar las preferencias de su mujer y pasearse compulsivamente por todos los canales para ver “qué echan”. Su acomodaticia vida de simple espectador –con preferencia por la violencia subtitulada y que cambia sin pensárselo cuando en algún canal tienen el mal gusto de poner una película rumana- dará un giro al verse interpelado por uno de los personajes que están al otro lado de la pantalla. Un socarrón cruce entre La rosa púrpura de El Cairo y 1984 porque… ¿acaso no sería el sueño de cualquier estado policial poder espiarnos a todos a través de la pequeña pantalla?

Y es que el primer cine de Mungiu es lúdico y desacomplejado, con guiones divertidos e historias cruzadas que recuerdan a algunos títulos imprescindibles del cine norteamericano de los 90. Occident jugaba precisamente al engaño con tres tramas que parecían tener desenlaces prototípicos y que sin embargo no dejaban de matizarse y corregirse unas a otras. Amores no correspondidos en este sueño de una noche de verano con cementerio, novia plantada en el altar, huérfanos que se escupen, muñeca hinchable y mujeres que emigran en busca de oportunidades mientras suena de fondo un coro de niños cantándole a un país con un porvenir brillante. Seguro que sí.

4 meses, 3 semanas, 2 días, la sórdida historia de un aborto en la Rumania comunista, acabó suponiendo el punto álgido de lo que para algunos es una especie de “burbuja cinematográfica” generada en la Europa más oriental. El filme resultaba muy impactante, recordado por escenas tan descarnadas como la de la habitación, las dos amigas y el matarife extorsionador. El logro principal de Mungiu consistía en “meter” al espectador dentro de la acción casi teatral, salpicándole con la iniquidad o la indefensión de los personajes. Imposible no tomar partido. Imposible no necesitar de una ducha al salir de la sala.

El director abordaba así uno de los grandes fracasos de la sanidad rumana en tiempos marxistas. Tras un primer intento de liberalización del aborto a finales de los 60, el acceso restringido a métodos anticonceptivos realmente eficientes llevó –ya bajo la administración de Ceaucescu- a tener que criminalizar nuevamente la práctica. El efecto “rebote” fue prácticamente inmediato: de verse frustrados (vía aborto) 4 de cada 5 embarazos a doblar la tasa de natalidad en prácticamente un año. Los niños nacidos en este periodo son apodados decretei (fruto del decreto 770 de Nicolae) y las pasaron canutas para desarrollarse con normalidad en mitad de un sistema desbordado.

Pero donde quizás mejor se plasmen las aspiraciones de Mungiu (apadrinar un movimiento representativo de cineastas rumanos que padecieron la idiocia del régimen y ahora lo cuentan tal cuál fue) sea en Historias de la edad de oro (2009). La cinta, compuesta de seis episodios escritos por Cristian, fue dirigida por él mismo y Hanno Höfer, Razvan Marculescu, Constantin Popescu y Ioana Uricaru, todos nacidos entre 1967 y 1976.

Seis leyendas urbanas y rurales cuyos títulos se van sobreimpresionando en diversos rincones de una escalera de vecinos descuidada y repleta de desconchados y escalones torcidos, uno de tantos bloques de viviendas levantados a marchas forzadas y que conforman el poco atractivo skyline de Bucarest. Divertida e inmisericorde con las miserias del régimen, el espíritu cómico de la mayoría de capítulos acaba dejando paso a un realismo trágico, ese que impregna los dos tristísimos episodios que concluyen este tratado sobre la picaresca (uséase, la supervivencia en tiempo de estrecheces).

En La leyenda de la visita oficial asistimos a la puesta en escena de uno de las muchas demostraciones de apoyo al amantísimo partido comunista por parte del pueblo, tan sinceras como un discurso pacifista de Kim Jong-un. Surrealismo y reminiscencias berlanguianas –aunque uno vería más acertado calificarla de azconiana- en esta espera a pie de carretera repleta de niños que recitan, banderas tricolores y… ovejas y palomas, ¡muchas ovejas y palomas! O de cómo el poder, siquiera ejercido de manera local, volvía influyentes a tipos mediocres y aprendices de perdonavidas.

La leyenda del fotógrafo del partido es otra reflexión lúdica sobre el miedo. El miedo a equivocarse, a desviarse de las directrices impuestas, a dar la nota y acabar custodiado por tipos silenciosos en el asiento de atrás de un coche negro. La presión a la que se ve sometido un fotógrafo atrapado en una dinámica kafkiana: el líder siempre es más alto, más fuerte, más cercano que cualquier mandatario extranjero en visita diplomática. Y si resulta que no… pues para eso está el positivado, la tijera y el revelado (el Photoshop actual no ha hecho sino hacer más indetectable la mentira).

La necesidad de instruir al pueblo llano, de erradicar ese analfabetismo “tan poco comunista”, sirvió para elaborar la tercera de las leyendas: la del activista entusiasta. Tan entusiasta que decide hacer la maleta y emprender el camino hacia la Rumania profunda –sí, todavía más-, reabrir la escuela y comenzar su labor de profeta del conocimiento hasta ser relevado por una profesora de verdad. Nuevamente, el conflicto entre la más ingenua de las estupideces y la más envidiable de las sabidurías (la popular).

La leyenda del policía avaricioso es posiblemente la más descacharrante de las aventuras en esta Rumania povera. O el arte de cargarse a un cerdo –de obtener esas salchichas con las que ganarse alguna voluntad escurridiza- sin compartirlo con nadie más. Mucho gas, un soplete y otra demostración práctica de que el ser humano es… extraordinario.

¿Y qué decir de La leyenda de los vendedores de aire, ese Bonnie & Clyde con botellas de cristal reutilizables? Cinefilia en casa del vecino –esa juventud con espíritu de guateque que ve películas en solicitadísimos reproductores de video- y ganas de viajar de gorra (¿Spring breakers pero sin bikinis y pistolas?). Se adivina aquí la influencia de Los inútiles (1953) de Fellini, de esa pasión tan europea por el timo a puerta fría.

Y de repente, se acaban las risas. La leyenda del transportista de gallinas hace de colofón y como tal subraya lo que hasta ahora quizás se nos había pasado por alto: que esto era una dictadura. Y que las normas –entregar el cargamento aviar antes de medianoche- tenían siempre un por qué: el que los huevos se los acabasen llevando aquellos que estaban “en el ajo”.

En Más allá de las colinas (2012), su propuesta más reciente, Mungiu se centra en el día a día en un pequeño convento ortodoxo. Pero no esperen una historia hiperrealista sobre las reglas monacales. Vuelve a ser una historia de mujeres, un Entre tinieblas que narra el reencuentro de dos jóvenes que crecieron (y se quisieron) en un orfanato. Mientras la una parece haber encontrado la fe (o un remedio espiritual para no pensar demasiado en el pasado), la otra viene decidida a “rescatarla” y llevársela a Alemania. O quizás se quede con ella. O quizás… haga lo que haga falta con tal de seguir a su lado.

La mujer vuelve a ser la única víctima de un sistema oscurantista y tradicional, volcado en la interpretación de unos símbolos que no son más que manifestaciones de la propia ignorancia. La inteligencia del filme consiste en no enfrentar, sin más, conocimiento (medicina) y superstición (religión). No hay maximalismos, no hay explicaciones benévolas. Para los doctores (siempre tan estirados y clasistas en el cine rumano) Alina es un problema que ocupa una cama. Para el patriarca ortodoxo, Alina es un problema que no quiere ocupar el lugar que le corresponde (sumisión y obediencia).

El cine de Cristian Mungiu fue uno de los factores desencadenantes de esta fiebre cinéfila que debe de ser matizada (hablamos a veces del cine rumano como si estuviese permanentemente en el top ten de descargas). Porque Mungiu, per se, no justifica esta retrospectiva. Pero sí muchos de los que vinieron después y que nos dejaron algunos de los títulos más estimulantes de esta primera década del siglo XXI.

Rumanian rhapsody: querer contarlo todo en una década

Elegimos cinco de los once nombres presentes en la retrospectiva para hablar de la Rumania de ayer y de hoy. Cinco recomendaciones que arrancamos con un bonus: un título que al final no estará presente en el ciclo (entendemos que su extraordinaria duración descuadra cualquier parrilla) y que posiblemente sea una de las joyas del cine europeo reciente.

Andrei Ujica (The Autobiography of Nicolae Ceausescu, 2010)

Este recorrido cinematográfico por la historia reciente de Rumania debe de empezar con Andrei Ujica y su The autobiography of Nicolae Ceausescu. Estamos ante una obra maestra del montaje, ese arte que permite coger 24 años de la vida de un hombre y condensarlos en un documental de tres horas. ¿Quieren un giro todavía más genial? Las imágenes con las que trabaja el director fueron generadas por el propio régimen, de ahí la consideración de “autobiografía”. Dime de lo que presume un estado y te diré de lo que carece. Sin subrayados, sin voces en off.

Cojan el NO-DO a la rumana, súmenle material extraído de videos caseros y échenle tiempo, mucho tiempo en la sala de montaje. El resultado es un repaso por los momentos álgidos –y los aparentemente más irrelevantes- del devenir político de un superviviente de la poltrona, el controvertido Nicolás Ceaucescu. Arrancamos con una escena de sobras conocida por todos: la del juicio sumario al que fue sometido antes de su ejecución en 1989.

Andrei Ujica es autor de una trilogía inconfesa sobre la caída de regímenes comunistas en el este de Europa: desde la estupefacción que debió de sentir el cosmonauta Sergei Krikalev al volver de la MIR a un país distinto (empezó su misión trabajando para la Unión Soviética y volvió a un lugar llamado Rusia) a la narración de la revolución rumana a partir de imágenes tomadas por videoaficionados.

Esta es su explicación para la llamada ‘nueva ola’: “la nueva generación rumana que surgió después de la caída del régimen ha estado en una situación parecida a la gran generación de realizadores italianos surgida después de la Segunda Guerra Mundial, porque ha habido una suerte de año cero en esos países desde el punto de vista político, así como un año cero del nuevo arte que comenzaba a contar las historias que estaban por todas partes”.

Cristi Puiu (La muerte del Sr. Lazarescu, 2005)

El cine de Cristi Puiu –otro cuarentón que desembocó en el cine a pesar de su temprana vocación pictórica- ya se paseó por el D’A en 2011 con Aurora (2010), una deconstrucción de un crimen –aséptica, fría, casi insensible- de tres horas de duración.

Y es que a Puiu le gusta tomarse su tiempo. De hecho –y si es verdad lo que se cuenta- su proyecto cinematográfico estrella (esas Seis historias de las afueras de Bucarest, seis películas que de alguna manera tratan de ser una contestación a los Cuentos morales de Rohmer) le podría llevar prácticamente lo que le queda la vida, si continua pariendo cada filme en intervalos de cinco años.

La aventura arrancó en 2005 con La muerte del Sr. Lazarescu, un documento único sobre la soledad (esa en la que suele morir la mayoría) y la ineficiencia del sistema sanitario. Pero no, Puiu no está por una película-denuncia a lo Sycko de Michael Moore (aunque resulte mucho más eficaz que esta última). El drama del Sr. Lazarescu no es su presentida muerte, sino la constancia de que a nadie en absoluto le importa un comino.

Desatendido y abandonado de pasillo en pasillo, parece encontrar una buena samaritana en una miembro del Samur rumano. Vano intento. La maquinaria hospitalaria está bien engranada: los condenados hacen cola en este purgatorio sin posibilidad de escape. Una mera formalidad que, como tantas otras, termina en la mesa de operaciones.

La muerte del Sr. Lazarescu es mucho más que cine. Es una lección de vida –a pesar de versar sobre la muerte o, más exactamente, sobre la forma en que se administra en Occidente-, un manifiesto por el ser humano y su (irrecuperable) dignidad.

Radu Muntean (Martes después de Navidad, 2010)

Muntean empezó a sonarnos a raíz de esta su cuarta película, tras una premiadísima carrera en el mundo de la publicidad. Martes después de Navidad no es un “divorcio a la rumana”: hay universalidad en esa confusión, en ese harakiri emocional que podría resumirse con un “madre mía, ¿qué acabo de hacer con mi vida?”.

Paul Hanganu querría tenerlo todo. Estabilidad de la mano de una mujer-secretaria que le recuerde el calendario de eventos, la lista de regalos que quedan por comprar, la ropa que tiene que ponerse mañana. Y una amante joven, inteligente y fogosa que se enamore perdidamente de él, fantasía pitopausica con la que dejar boquiabierto a algún amigo incrédulo.

Pero los triángulos equiláteros sólo existen en trigonometría. Lo que uno quiere pocas veces coincide con las verdaderas aspiraciones de los demás, máxime cuando el paraíso del cuarentón en crisis se sustenta en la mentira. La catarsis se aproxima: ese momento en que tocará sincerarse y todo lo que a uno le salga por la boca suene a fórmula, a autojustificación, a discursito de verdugo tratando de pasar por víctima.

La infidelidad no deja a nadie incólume en este tratado de psicología donde no nos será difícil identificar a los protagonistas de otros dramas más reales y cercanos. Es lo que tiene el cine.

Florian Serban (Si quiero silbar, silbo, 2010)

Nacido en 1975, Florian culminó sus estudios con un master en dirección cinematográfica por la universidad de Columbia. En la actualidad se halla volcado en su labor docente para la Escuela de Actores de Bucarest. Su consagración –vía gran premio del jurado del Festival de Cine de Berlín- le llegó en 2010 con Si quiero silbar, silbo, una película de juventudes perdidas. O mejor dicho: robadas. La fortuna es una abstracción para nuestro protagonista, que no levanta cabeza ni aún teniendo bien cercana su liberación de un centro de menores. Cuatro años separado de la única persona que le importa en este mundo (su hermano pequeño) y sin saber de quién más daño le hizo ahí fuera (su señora madre).

Drama carcelario y fatalista, sí, con referente teatral previo (se basa en una obra de Andreea Valean). De humillación en humillación, Silviu se verá impelido a tomar una resolución fatal. La Rumania de Serban es una entelequia de la libertad, formulada a partir de carreteras comarcales y correccionales con alambradas.

Tudor Giorgiu (Of Snails and Men, 2012)

Para quienes todavía crean que el auge del cine rumano se fundamenta en la consideración de asuntos trascendentes, lúgubres y significativos, aquí va una comedia ligera. Excesivamente ligera, para nuestro gusto. De caracoles y hombres arranca con pulso a lo Robert Guédiguian, que es el segundo nombre que se nos ocurre –después de Ken Loach- cuando se mezcla costumbrismo, mundo obrero y… algo de colorido local.

Porque esta historia de centros productivos que cierran, jefes sin escrúpulos y padres que le quieren comprar una bicicleta a hijos que ni tan siquiera son suyos abusa de la buena predisposición del espectador. Tanta, que al principio hasta le perdonamos el argumento “torrenteniano” (para preservar su sustento los operarios de una fábrica de automóviles deciden hacerse donantes de semen, convirtiendo la pajuela colectiva en un postrero gesto de dignidad onanista). Vale. Pero es que también hay love story entre rumana fermosa y francés barbilampiño y el romance entre ambos se materializa en castellano, al ser los dos admiradores de Julio Iglesias (¿?). Sí, los perniciosos efectos de la globalización.

Giorgiu, que también es un productor con mucho olfato, quiere hablar de neoliberalismo y empresas desmantelas sin previo aviso, el pan nuestro de cada día también en la Europa Occidental. Enamorado de unos personajes entrañables, no logra desprender al conjunto de ese aspecto de mascarada, de bufonada con “gran tema”.

Corneliu Porumboiu (12:08 Al Este de Bucarest, 2006)

Dieciséis años después la gente todavía se pregunta dónde paraba uno el 22 de diciembre de 1989, cuando la revolución –o lo que quiera que fuese- derrocó al régimen de Ceaucescu. Casi una pena –como recuerda alguno de los testigos directos- porque el jerarca comunista llegó a prometer dinero por dejarle continuar en el poder, un dinero con el que, quizás, podrían por fin haber hecho aquél viaje soñado.

Y es que después de tanto tiempo –o de tan poco tiempo, según se mire- la memoria comienza a flaquear. La teatralización de este olvido es un programa de televisión, cuya emisión ocupa la mitad del metraje de 12:08 al este de Bucarest. Un profesor borrachuzo, un jubilado que ejerce de Papa Noel y el representante de esa nueva burguesía que surge tras cualquier cambio de régimen: el presentador –con amante y tics dictatoriales- que modera la tertulia.

Al final, tanto da cómo comenzó todo. Ni si estuviste o no en la plaza adecuada el día H. Si la cosa fue espontánea, progresiva –como el encenderse de las farolas en el atardecer de la capital- o si la masa sólo se atrevió a tomar las calles cuando la cosa ya estaba hecha. Ocurrió, ¿no? Y ahora, como recuerda una de las madres de las víctimas que llama al programa, toca ocuparse de otros asuntos. Como asomarse por la ventana y ver nevar, sin ir más lejos.

12:08 al este de Bucarest está cargada de desencanto y fina ironía, de tristeza por unas clases de historia que ya nadie quiere recibir. Sólo parece contar la inevitable lección sobre la revolución francesa, en un país donde los padres todavía podrían contarles a sus hijos el significado de no poder decir lo que se piensa.

Corneliu Porumboiu, director y guionista, ganó la cámara de oro a la mejor ópera prima en la edición de Cannes de 2006. Nacido en 1975, su pregunta (el título original en rumano sería “¿estuviste o no estuviste allí?”) se ha convertido en un saludo socarrón entre quienes comienzan a preguntarse si esto –la Rumania de hoy- es todo a lo que podía aspirar aquella revolución.

¿Contra Ceaucescu se vivía mejor?

Y es que la historia en imágenes de la Rumania de hoy va substituyendo progresivamente a las estampitas lúgubres del ayer. Ya se sabe: hasta el pasado más paupérrimo puede acabar relativizado cuando el presente se antoja igual de mísero. No, qué va: el ciclo no ha terminado. Y por si quedaba alguna duda, ahí esta el reciente Oso de Oro del Festival de Berlín a Colin Peter Netzer por Child’s pose. Los temas se renuevan y otra generación no tardará en sustituir a los pioneros.

Casi 25 años después del asesinato de Ceaucescu, Rumania está en la OTAN y es miembro de pleno derecho de la Unión Europea desde 2007. Mientras sigan con el leu, se ahorrarán la visita poco cortés de la troika de la moneda única y el reajuste perpetuo. Su población (poco más de 22 millones de habitantes) sigue presentando uno de los ratios más bajos de Europa en cuanto a asentamiento en ciudades (el 55% del total). Los envidiables porcentajes que presentan las naciones donde todo parece por hacer.

La suya sigue siendo una de las revoluciones europeas más recientes. De aquella épica “del pueblo”, poco queda: a la reciente pregunta hecha desde uno de los diarios más leídos de Rumania sobre cuál había sido el mejor jefe de Estado de Rumania de los últimos 85 años, la respuesta de la mayoría de encuestados fue… Nicolás Ceaucescu.

Así que no sabemos cuánto les quedará ya de la esperanza original, de la necesidad imperiosa de “cambiarlo todo”. Esperemos que no hayan llegado a la misma conclusión que el protagonista de El gatopardo (que el cambio no fue mas que una excusa –televisada, eso sí- para que todo siguiese igual). Su cine se asemeja a un hijo tardío del deshielo, más allá de polémicas estériles sobre su exagerada aceptación festivalera.

Y es bien sabido que los hijos sometidos al autoritarismo, cuando se ponen a hablar…

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