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Dieciséis semanas de sufrimiento

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Maraton, Foto: Susana Herranz
Maraton, Foto: Susana Herranz

De un tiempo a esta parte, cuando sales de copas, si no te tomas un gin-tonic con diferentes aditamentos y con una ginebra cara eres un bicho raro. La gente que bebía ron, whisky o vodka reniega de esa época de su vida y te cuenta las virtudes del pepino, los pétalos de rosa, el comino, la burbuja grande o pequeña de tal o cual tónica y el modo de servirla. También de un tiempo a esta parte, los parques de toda España se han llenado de “runners”; lo entrecomillo porque así es como ellos se denominan; a mí me parece un anglicismo, cuanto menos, prescindible.

Empecé a correr dando vueltas al parque Calero en Madrid cuando estudiaba BUP; entonces en los parques se bebían litronas y se comían pipas (por no entrar en más detalles); eran los años ochenta y no eran momentos digamos tranquilos para la juventud de aquellos días.

Yo corría con unos pantalones de chándal del colegio y una camiseta de algodón, no tenía cronómetro y calculaba mi velocidad y mi ritmo poniendo el minutero en las doce y esperando a que el segundero le acompañara para empezar a correr. En estos más de treinta años que llevo corriendo, he disputado algunas carreras populares: diez kilómetros, medias maratones y un par de maratones. Pero mi afán nunca ha sido correr más rápido o competir.

Las carreras al caer la tarde me valían para pensar, para quitarme de la cabeza los problemas, para estar más en forma y (para qué negarlo) intentar combatir los michelines. Nunca he corrido con música; me gusta escuchar el lugar donde corro, oír mis pisadas y mi respiración; normalmente, con esos elementos puedes conocer tu ritmo, si vas forzando tu corazón o, al contrario, cuándo el ritmo es regular y la respiración acompasada.

Muchos de mis guiones los he madurado mientras daba vueltas y más vueltas a un parque o mientras descubría una nueva ciudad corriendo por sus calles. Correr te da un momento de relajación, de meditación, tiempo para ti; por supuesto, corro sin teléfono que pueda interrumpir con sus mensajes o llamadas esos momentos de soledad y concentración.

Esto choca un poco con los grupos de corredores (runners) que pueblan en estos días nuestros parques; grupos de corredores con metas y tiempos que cumplir, con relojes que te miden cualquier indicador medible y teléfonos para comunicar, vía redes sociales, dónde corres, cómo vas vestido, con quién y para qué carrera (o reto, ahora se llama así). Esos relojes están conectados a teléfonos que también aportan música a unos grandes cascos con los que poder disfrutar, en un estéreo fabuloso, tu música favorita y así correr más motivado.

Todo lo anterior me parece bien; es bueno hacer deporte y, cuanta más gente lo haga, mejor. Solo que no es como yo veo el correr. Esto no significa que sea mejor o peor; también yo preparo carreras (retos) y me gusta compartir esos momentos con amigos. El cinco de noviembre correré (si no pasa nada) la maratón de Nueva York; preparar una carrera así de larga es un sufrimiento importante; correrla puede ser duro, pero prepararla es lo peor.

Son meses de correr cuatro o cinco días por semana con entrenamiento específico, series, tiempos que cumplir y, aquí, el compartir con un grupo de amigos esos momentos ayuda; ayuda que un amigo te acompañe en bici ese día que tienes que correr veinticinco kilómetros o te da ánimos que tu compañero te diga que ese día ya ha corrido para por la noche calzarte las zapatillas y correr tú también.

Esas dieciséis semanas de sufrimiento antes de la maratón quizás me conviertan en un “runner” por un tiempo, por mirar pulsaciones y ritmos, por tomar magnesio por las mañanas para recuperar y vitaminas por la noche para tener más energía. Aunque no me guste este modo de correr, lo doy por bien empleado si me sirve para conseguir tener el fondo necesario para afrontar una maratón, de nuevo, como un corredor, correr pensando durante casi cuatro horas en mis cosas, oyendo los ánimos de la gente por las calles de Nueva York, las pisada de mis zapatillas por la Quinta Avenida o mi respiración en el silencio del barrio judío, sin importarme los tiempos o las marcas y disfrutando del momento. Si esas dieciséis semanas de sufrimiento “runner” consiguen que pueda correr la maratón como un corredor, no es mal trato. Y al acabar la maratón, esa noche, para celebrar que vuelvo a ser solo un corredor, me tomaré un whisky.

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