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El último rey, historia viva de Europa

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Regele Mihai I, Foto: HotNews / DP
Regele Mihai I, Foto: HotNews / DP

​Tras la caída de Ceauşescu, Rumania mantuvo la forma republicana como reflejo de la correlación de fuerzas salida de la Revolución de Diciembre de 1989 y personificada en el líder del Frente de Salvación Nacional, Ion Iliescu. La República, pese a no permanecer en el nombre oficial del país –el cual es simplemente Rumania-, se consolidó mediante la Constitución de diciembre de 1991, explica Álex Amaya en sublog.

Esta carta magna, aun siendo ambigua en muchos aspectos importantes del entramado institucional que producía, no dejaba lugar a dudas en lo que se refiere al carácter republicano del país: el artículo 1.2 -“la forma de gobierno del Estado rumano es la república”-, se cuenta entre las disposiciones irreformables de la Constitución.

No obstante, desde que Mihai fue autorizado a regresar definitivamente a Rumania en 1997, siéndole devuelta la ciudadanía rumana, su presencia y la de su familia en la vida pública del país ha ido en aumento, en especial en los últimos años. El 25 de octubre de 2011, en el día de su 91º aniversario, el ex-monarca fue autorizado a pronunciar un discurso ante las dos cámaras del parlamento, 64 años después de haberlo hecho por última vez.

En una jornada indudablemente histórica, el frágil rey destronado ofreció la corona como solución a los problemas de déficit democrático del país. Lo hizo sin ningún tipo de ambages, pudor o memoria histórica, con voz no siempre comprensible y después de que el entonces presidente del Senado, el socialdemócrata Mircea Geoană, diera la bienvenida al ex-monarca y resaltara la madurez del sistema político rumano, capaz de restañar heridas del pasado sin con ello ver amenazada la solidez de su estructura política republicana.

Pese a que no existen sondeos regulares sobre esta temática, Vasile Dâncu, sociólogo, empresario de comunicación y otrora influyente diputado socialdemócrata de Cluj, sitúa en apenas un 15% el segmento social que estaría dispuesto a aceptar un cambio de régimen a favor de la opción que representa la familia Hohenzollern. Dos décadas atrás, en 1991 y en pleno debate constitucional, una encuesta del instituto IRSOP ilustraba que un 10% de los rumanos era partidario de la monarquía, mientras un 77% se reivindicaba como republicano. El restante 13% se mantenía entonces indeciso entre un sistema de gobierno y otro.

Este panorama no podía sorprender a nadie, dado que la monarquía había sido un tema totalmente ausente durante la Revolución de Diciembre de 1989. El gran debate había sido sobre si el nuevo orden democrático iba a mantener o no estructuras políticas del pasado, así como elementos importantes del sistema económico socialista, o cuál debía ser la orientación de la política internacional. Pero con la entrada en escena de los hasta entonces débiles partidos de oposición, a partir de febrero de 1990, la cuestión de si la nueva Rumania democrática debía ser republicana o monárquica afloró de repente y con fuerza.

Como señala Carlos Flores Juberías en un artículo ya clásico sobre la Constitución rumana de 1991 (“Caracteres fundamentales de la nueva Constitución rumana de diciembre de 1991”, Revista de Estudios Políticos, 85, 1994), el Frente de Salvación Nacional de Ion Iliescu mantenía sólidamente la opinión que la monarquía representaba una forma política del pasado y que su desaparición se debía más a la actuación antidemocrática de los monarcas Carol II y del propio Mihai I, particularmente por la complicidad de éste con Hitler y con el mariscal Ion Antonescu.

Para Iliescu, no había ningún indicio de que la población rumana deseara retornar al oscuro pasado del país de las épocas interbélica y fascista. Pero para la oposición -Partido Nacional Liberal (PNL) y Partido Nacional Campesino Cristiano Demócrata (PNŢCD)- el punto de vista era distinto. Estos partidos opinaban que la abdicación de Mihai I el 30 de diciembre de 1947 había sido un acto impuesto por las autoridades comunistas de entonces: en una interpretación muy extendida pero nunca convenientemente demostrada, el primer ministro Petru Groza al parecer entró en el despacho del rey acompañado de Gheorghe Gheorghiu-Dej, secretario general del Partido Comunista, y amenazó con ejecutar a mil estudiantes detenidos unas semanas antes si el monarca no firmaba su abdicación.

Sin obviar las formas brutales de proceder que tenían Groza y Dej, no es menos cierto que la abdicación fue en verdad producto de una larga negociación entre la familia real, el gobierno de Groza y la embajada soviética, y que ésta se llevó a cabo tras recibir Mihai no sólo garantías personales, sino también el pago de 500.000 francos suizos y el derecho a llevarse al exilio joyas y obras de arte, además de un generoso estipendio anual. Pero la oposición rumana al gobierno del FSN consideraba que la abdicación estaba exenta de todo valor jurídico, y que ello legitimaba el regreso de Mihai I como rey de los rumanos.

Para los líderes conservadores, recién desembarcados en el país tras más de cuatro décadas de exilio, si la república había llegado de manos del socialismo, derribado éste debería reinstaurarse la Constitución monárquica de 1923. Pero la correlación de fuerzas favorecía a Iliescu y al Frente de Salvación Nacional, por lo que la desaparición de la monarquía se consideró un hecho consumado y, por tanto, el debate sobre la misma era absolutamente irrelevante. Es por ello que Iliescu se negó a organizar un referéndum previo al proceso constitucional, pese a la certeza de una victoria de los partidarios de la república.

Ni las presiones de los monárquicos en la calle o el parlamento, ni la de gobiernos extranjeros a través de medios diplomáticos –caso del gobierno español, en un episodio conocido pero aún no investigado suficientemente- hicieron cambiar de opinión al presidente Iliescu, el cual le negó al viejo rey el permiso para viajar a Rumania. Mihai trató de visitar el país en las navidades de 1990, pero el presidente Iliescu ordenó que fuera retornado al aeropuerto y embarcado de nuevo a Suiza, en un episodio enormemente humillante para el ex-monarca que sus partidarios jamás han olvidado. liescu ligó tácitamente el referéndum de aprobación de la Constitución con la cuestión sobre la forma de gobierno que debía adoptar el Estado, al igual que en modo inverso había hecho el gobierno de Adolfo Suárez en España casi quince años antes.

Como apunta Flores Juberías “bastaría votar no a la Constitución para entender rechazada la tesis republicana”, y como en el referéndum constitucional un 79% de los electores aprobaron la nueva carta magna, Iliescu daba por descontada la impopularidad de la opción monárquica, sellando como irreformable los artículos referentes a la forma de Estado de la nueva Rumania. Mihai no fue autorizado a regresar a Rumania hasta la Semana Santa de 1992, y su multitudinario recibimiento por parte de la población asustó a las autoridades rumanas. De este modo el antiguo monarca vio de nuevo impedido su acceso al país hasta 1997, una vez que Iliescu había sido desalojado del poder. Mihai recuperó la ciudadanía rumana y tanto él como su familia comenzaron a recuperar no solo espacio público, sino también una parte del patrimonio que medio siglo antes había pasado a manos del Estado en virtud de la instauración de la República Popular. Con todo, pese a que parece evidente una mayoría social republicana, la visibilidad del monarquismo en Rumania también se ha acrecentado recientemente.

Un gran número de ciudadanos -muchos de ellos jóvenes-, frustrados por la náusea que provoca la corrupta e ineficaz clase política, encuentran en la imagen idealizada e infantilizada de la monarquía el único remedio a la mala imagen internacional de Rumania y a la podredumbre del sistema institucional postdecembrista. El eslogan “Sólo la monarquía salvará a Rumania”, repetido como un mantra en redes sociales o protestas ciudadanas, permite atisbar tanto el hartazgo con los políticos de todo el arco parlamentario como la escasa penetración social de alternativas sociopolíticas de calado, especialmente desde la izquierda.

Esa falta de alternativas creíbles fuerza a una parte de la ciudadanía a orientar sus ilusiones de cambio hacia un pasado que debería regresar. Si en algunos sectores sociales de Rumania –y de otros países de Europa del Este-, ese deseo de retorno se ilustra en una nostalgia edulcorada sobre el periodo socialista, en otras porciones de esta sociedad la vista se fija en el periodo de entreguerras. Elevado desde la academia y desde los medios de comunicación a la categoría de la Rumania perfecta que no pudo seguir siendo, por contraposición al comunismo, el periodo de entreguerras se ve cubierto por una espesa bruma de mito e invención hasta convertirse en un artefacto simbólico alejado de la verdad histórica.

No parece importar que la Rumania entre 1918 y 1942/44 fuera un país enormemente desigual, abrumadoramente agrario e iletrado, con una vida política tan disfuncional como la actual, poco más que un casino en el que la familia real apostaba a sus propios y no siempre confesable intereses. Un país, en definitiva, que se asomó tanto al fascismo que terminó despeñándose por el barranco del Holocausto y el Porajmos.

Por otra parte, la idealización del periodo de entreguerras, y por ende de la monarquía, es aún más visible en Transilvania, por razones propias de gran importancia simbólica. En esta región, la imagen desagradable de la Rumania actual carga fundamentalmente sobre las espaldas del balcánico Bucarest, el sur empobrecido o la Moldavia oscurantista. Territorioprotegido del resto por la cadena de los Cárpatos y por una historia distinta -por su condición de Principado independiente y posterior incorporación al Imperio Austro-Húngaro-, la Transilvania rumana –no la de la minoría húngara- interpreta la unión del 1º de diciembre de 1918 con el viejo Reino de Rumania como el momento de su espectacular entrada en la historia contemporánea común. El sueño de la Rumania unida, democrática y moderna, solamente podía llegar de la mano de la occidentalizada Transilvania, y la familia real lo supo reconocer coronando al rey Ferdinand en la ciudad histórica de Alba Iulia, en 1922, y dándole a la nueva clase política transilvana un vigorizante protagonismo durante los primeros años de la nueva andadura surgida tras la Primera Guerra Mundial.

El monarquismo en Transilvania es, pues, un deseo para que el foco protagónico del desarrollo político y social vuelva a posarse sobre esta región. Es en este marco simbólico en el que hay que entender la apreciable extensión del sentimiento monárquico en Transilvania, reflejado también en la inauguración de monumentos a la memoria de los Hohenzollern, cambios en el callejero o retirada de elementos públicos de reivindicación republicana. En el panorama político esto se ve potenciado por el discurso claramente monárquico del Partido Nacional Liberal, muy fuerte en la región y actualmente en el poder merced a su alianza con el Partido Socialdemócrata. Sin embargo, al igual que en el resto de la sociedad, la postura liberal no es tampoco mayoritaria.

Mientras viva Iliescu, la socialdemocracia rumana mantendrá sus raíces republicanas, como ha recordado en diversas ocasiones el actual primer ministro Victor Ponta, el cual se marchó indignado hace unos meses de un acto de conmemoración del 85º aniversario de la primera coronación de Mihai I porque en dicha gala se proyectó un video que condenaba con dureza las acciones de Iliescu destinadas a entorpecer hace dos décadas el retorno del rey sin trono. Pero como el republicanismo es una marca de nacimiento del Frente de Salvación Nacional, ello también se expresa en su rama derechista, aquella que ha acabado derivando en el Partido Demócrata Liberal –PDL- de Traian Băsescu.

En la deriva de éste desde la originaria doctrina del Frente hasta un conservadurismo autoritario, no sólo se ha mantenido conscientemente el republicanismo como seña propia de identidad, sino que se le ha añadido argumentos propios de la derecha neolegionaria y antonesciana. El PDL, como el resto del espectro político situado a su derecha, es republicano por oposición a Mihai I y su familia. Aquella que asesinó al histórico líder fascista Corneliu Zelea Codreanu en 1937 y que diezmó a la Guardia de Hierro tras su fallido experimento de Estado Nacional-Legionario en 1940-1941. No es casualidad que uno de los nuevos valores de la derecha radical rumana, Mihail Neamțu, haya llamado a su movimiento Nueva República.

En esta línea, durante el transcurso de una entrevista televisiva a finales de 2011, Băsescu sacó a relucir su antimonarquismo reivindicando al dictador Ion Antonescu. En dicha entrevista el presidente afirmó que él también hubiera cruzado el Prut para recuperar para Rumania la actual República de Moldavia como hizo Antonescu de la mano de Hitler en 1942. Asimismo acusó a Mihai de cobarde por no haber ofrecido su pecho a un pelotón de ejecución como hizo el mariscal en 1946, dos años después de que Mihai I le despojara del poder para entregárselo al Partido Comunista. Para esta parte del republicanismo político rumano, Mihai ha sido siempre un agente ruso, un traidor. Y ello no hace más que añadir humo al ambiente viciado que mantiene atrapada a la sociedad rumana, insuflándole referentes simbólicos manipulados e igualmente alejados de los conceptos de democracia y justicia social. Se apelliden Iliescu, Antonescu o Hohenzollern.

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