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Hawaii, ultima semana de rodaje

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Dragos Bucur, Foto: Ana Martinez Requena
Dragos Bucur, Foto: Ana Martinez Requena

Me quedaba por rodar el final de la película, los últimos cinco minutos donde toda la emoción de la historia se comprime y el espectador debe estar pegado a la butaca si todo ha ido bien y la trama le ha enganchado. La mayoría de la película transcurre en el frío y desolador invierno de 1988, en la muy comunista Rumanía de Nicolás Ceausescu. Pero el final de la historia lo escribí pensando en el uno de mayo de 1989, fiesta del trabajo, primavera y buen momento para que nuestro protagonista intentara escapar del país, todo el mundo estaría atento a los desfiles.

Así que rodamos con el plumas y pasmados de frío la mayoría de la película en febrero esperando –nunca llegó- la nieve y dejamos los últimos tres días de rodaje para finales de junio.

Hawai –así se llama la película– la empecé a escribir en 2010 y, ahora, seis años después, tenía que buscar el sitio donde rodar ese final. Cuando uno escribe, piensa en lugares que funcionen para la trama que se desarrolla. Luego, esos lugares aparecen o no, la situación cambia y, con ella, la localización; otras veces, se construye el decorado en un plató para recrear lo que se te ocurrió escribir y no existe; y otras veces (las menos), simplemente, el lugar aparece.

La secuencia final se desarrolla a orillas del río Danubio. Un padre y un hijo intentan escapar del comunista régimen de Ceausescu y cruzar ese río, que debe aparecer grande, peligroso. La trama de la película tiene lugar en 1989, por lo que no se podía ver nada moderno; además, un coche debe precipitarse al río para que el malo malísimo de la película –que no sabe nadar – tenga problemas. Para ello, debe cubrir cerca de la orilla, pero tampoco mucho…

Todo eso le contaba a mi localizador y además, claro, tenía que ser bonito, accesible a los equipos de rodaje, con hoteles cerca y con fuerza cinematográfica. Ovidiu, que así se llama mi localizador, afirmó que lo tenía claro. Mientras se alejaba, me pregunté qué habría entendido cuando oyó “fuerza cinematográfica”, pero ya era tarde para averiguarlo.

Armados con una cámara Canon y un Ford Focus, Ovidiu y un ayudante de producción se recorrieron, en tres días, mil seiscientos kilómetros remontando el río Danubio. Al principio, enfrente, estaba Bulgaria. El río aquí era tranquilo y bonachón. El paisaje plano y no había manera de recrear el accidente, ni de que pareciera un río salvaje. Después de ochocientos kilómetros, el Danubio se volvía más aguerrido y, cerca de Calafat, el lugar prometía pero, un gran puente inaugurado hace unos años hacía imposible rodar allí. Ese puente no existía en 1989 y ahora, se veía desde todas partes.

Yo vivía el momento desde Bucarest, en donde iba recibiendo las fotos mientras me reunía con el jefe de especialistas (la persona que volaría dentro del coche y caería en el río), quien me contaba los problemas de corrientes, las dudas de los buzos, la poca visibilidad y la cantidad de gente que murió en el río intentando escapar durante los negros años de la dictadura comunista. La gente trataba de huir nadando, en inestables barcas fabricadas por ellos mismos, en globo o incluso con improvisados submarinos dentro de tuberías. El río parecía tranquilo, amistoso, pero, dentro de él, brutales corrientes condenaron a muerte a centenares de personas. Sin embargo, la falta de libertad, la escasez de comida y la esperanza de una vida mejor espoleaban el miedo y fabricaban héroes, como mis protagonistas, cada día.

El lugar sobre el que escribí hace seis años aparecía nítido en mi imaginación, pero no en la realidad. El resto de la película ya estaba montado y el resultado se acercaba o superaba lo que había imaginado: la estación de tren, las oficinas de la Securitate –la policía secreta del régimen–, la fábrica textil, … lo que mi imaginación había plasmado en un guión aparecía ahora reflejado o mejorado en la pantalla. Solo faltaba el final.

Deseé buenas noches a mi intrépido equipo de localizadores y me deseé suerte a mí mismo. Mañana recorrerían, cámara en ristre, la última zona, en la que el Danubio hace de frontera entre Rumanía y la antigua Yugoslavia (ahora Serbia). Después, el río se dirige hacia Belgrado y, a partir de ahí, tendría que buscar mi localización en otra parte o cambiar el guión.

Miré la zona en los mapas, aparecía poco poblada y montañosa. Ese área se llama “las puertas de hierro”, allí el río corre entre fabulosos desfiladeros y es la zona de más caudal del Danubio con profundidades de hasta 30 metros. Imaginé otra vez la escena: el padre y el hijo a orillas del río preparando su huída, los oficiales de la temida Securitate llegando en sus “Dacia” de la época, el oficial dispuesto a disparar, el volantazo de la chica para salvar al protagonista y el coche al río.

El teléfono parpadeaba, tenía un email, ahí estaban las últimas fotos, ahí estaba mi localización o mi desastre. Las primeras fotos me mostraban un paraje, montañoso, abrupto, pero el río era estrecho, además, había aquí y allá pequeñas casas modernas: no valía.

Abrí la segunda carpeta pensando cómo podría falsear lo que tenía, si podría borrar digitalmente las casas. La abrí rendido, sin saber cómo resolver el problema que se me venía encima y, entonces, una tras otra, las fotos me enseñaron lo que iba a ser la localización del final de la película: un pequeño camino cubierto de vegetación que llegaba a un antiguo puerto minero, una explanada a salvo de miradas indiscretas. Al fondo, el edificio donde un tiempo atrás se organizaba la carga del carbón y el ir y venir de los barcos aparecía ahora abandonado, comido por la vegetación, la caseta que albergaba el generador eléctrico, lucía ahora unas vistosas manchas de óxido y el muelle que vio pasar toneladas de mineral, barcos y trabajadores seguía erguido, orgulloso, entrando en el río como mostrando el camino de la huída. El río era ancho, magnífico, retador y, enfrente, Serbia (Yugoslavia en la película) aparecía montañosa, verde, lejana.

Contento, seguí mirando las fotos. Desde la orilla hasta el nivel del agua había cerca de metro y medio: el coche volaría así hasta el agua; el espectador permanecería atento a la pantalla; nuestro protagonista contaría con esos segundos de más para intentar su huída mientras el coche se hundía lentamente. Mi localizador había mejorado ese lugar que imaginé; este antiguo puerto minero tenía toda la fuerza cinematográfica del mundo; era el lugar perfecto para el final de la película. Eso le dije por teléfono. Colgó contento por haber encontrado el lugar, ahora, solo nos quedaba rodarlo, pero eso es ya, otra historia.

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