Hoy todos somos arte
Un rodaje es como un tren de mercancías. Una vez que echa a andar es muy complicado pararlo, todo está prevenido para las próximas semanas, los permisos de rodaje, las localizaciones, los equipos empiezan a trabajar para que, cada día, todo lo necesario esté donde debe estar a la hora que debe estar. Esta película, con muchos materiales y personas viniendo de diferentes lugares, tiene un plus de dificultad: el jefe de especialistas -que trabajó con Jackie Chang- viene de Los Ángeles, la doble de acción de Atlanta, el actor que hará de policía del FBI embarcó desde Carolina del Norte… El equipo de producción coordina esos viajes, los hoteles, las recogidas para que todo lo necesario -incluidos dos espejos que vienen desde California para estampar contra ellos a la doble- esté listo para rodar la secuencia de acción con seguridad.
Pero esa perfección que narro dista mucho de la realidad. Tenemos la lluvia que nos hace parar unas horas un par de días, problemas con unos permisos de rodaje que hacen que perdamos algunas horas más, después hay jornadas en las que no somos tan productivos como deberíamos además de otros mil factores que van añadiendo horas de retraso. El equipo de dirección debe cambiar sobre la marcha, ver si se puede adelantar el viaje del jefe de especialistas y rodar una parte de la pelea; como el espejo no está listo, se hará hasta esa parte, el resto otro día. “¿Cuándo?”, pregunta la actriz, pero nadie le contesta, porque nadie lo sabe.
Eso hace que decorados que están listos no se puedan usar y otros que entran en dos semanas hagan falta para mañana. La tensión es muy grande, la maquinaria de rodaje no se puede parar, cada hora de filmación cuesta mucho dinero y, a veces, no solo es dinero es la oportunidad. Hay localizaciones en las que se puede rodar un determinado día y, si no, no se puede rodar o solo se puede rodar los domingos o solo por la noche, así que si el plan no cuadra, puedes perder esa localización que te enamoró y donde la película encaja perfectamente.
En esa situación nos encontramos cuando además, por circunstancias que no vienen al caso, un día el equipo de arte decidió abandonar el rodaje. Las razones dan un poco igual y el hecho es que el miércoles pasado, a las ocho y media de la mañana, me decía Tim –el ayudante de dirección– que no teníamos equipo de arte. “¿Pero nadie?”, pregunté yo y la respuesta fue la misma: no teníamos equipo de arte.
El día era complicado (sin tener en cuenta la falta del equipo de arte al completo). El jefe de especialistas había volado dos días antes junto a la doble para rodar la gran pelea. Ese era nuestro rodaje del día, la pelea de la película. La acción requería un salón, una cocina, una habitación y un cuarto de baño, así la había coreografiado y ensayado con los actores el jefe de especialistas. Pero el caso es que las paredes de todo ello y la cocina y el baño existían, pero nada más; eran habitaciones vacías, desnudas; teníamos otra casa cerca de la que podíamos coger algún mueble prestado, algún elemento de decoración. Teníamos además otros muebles en la furgoneta junto con herramientas, cortinas y alguna cosa más, pero no había nadie para ponerlo y, aunque así fuera, a esa hora ya tenía que estar todo listo y delante de mí solo había cuatro paredes.
Tim juntó al equipo y les contó la situación: teníamos que rodar, en esa casa solo podíamos grabar ese día, el especialista y la doble se volvían a Los Ángeles y a Atlanta respectivamente a la mañana siguiente. Ya eran las diez de la mañana, habíamos perdido una hora y media mientras la gente seguía escuchando a Tim. Yo, sinceramente, pensaba en dónde podría rodar otro día y cómo podría adaptar la historia en otra localización. Daba el día, la pelea y la localización por perdidos. Tim acabó y, para mi pasmo, en segundos, bajo el lema “hoy todos somos arte” y llevados por un frenesí imparable, todo el equipo se puso a trabajar. Los muebles volaron de una casa a la otra. El gruísta y el segundo de dirección estimaron que el dormitorio no debía ser blanco y, después de consultarme y decidir conjuntamente el color, se pusieron manos a la obra o, mejor dicho, manos a la brocha. El jefe de sonido barría el pasillo mientras las jefas de maquillaje y peluquería decoraban el baño con sus productos.
El equipo subía y bajaba cosas, decoraba la cocina, ubicaba la vajilla, colocaba cortinas, ponía lámparas, limpiaba las ventanas y colocaba plantas aquí y allá, mientras el pertiguista, un actor y un ayudante de cámara se convertían en attrezzistas improvisados: unas llaves por aquí, unas cartas por allá, unos documentos de rodaje, las facturas y recibos del contable, las carpetas de producción y los bolis prestados de la script “atrezzaron” la mesa del despacho. Todo con mimo, con cariño, con gusto. Los cojines fueron elegidos después de una ardua discusión entre un foquista y la encargada del catering y contrastaban ahora sobre la tapicería de los sofás para deleite del dire de foto que miraba una y otra vez por el visor de cámara y, viendo que el encuadre aún no estaba bien, se puso conmigo a acabar de organizar los muebles.
Un pesado armario y una cama para el dormitorio se movían llevados por el equipo de eléctricos de una casa a la otra a velocidades que, en algún país del mundo civilizado, un policía con pocos escrúpulos multaría. Todo ello se hacía sin dejar de iluminar, colocar micrófonos, equilibrar las vías de la grúa, maquillar, vestir, peinar u organizar el rodaje. El equipo delante de mis ojos se convirtió en el más fabuloso equipo de arte que jamás haya tenido.
El trabajo en equipo es una de las cosas más reconfortantes que he vivido. Por eso me gustan tanto los rodajes. Un grupo de gente coordinada y con un objetivo es imparable, pero muchas veces no somos tan ordenados o cada equipo se dedica a su labor y no hay un verdadero trabajo en equipo sino equipos trabajando juntos, que no es lo mismo. Además, los rodajes están muy especializados por lo que cada uno se debe centrar en lo suyo y, a veces, nos olvidamos de que todos juntos hacemos la película. Ese miércoles solo podía sonreír: la gente colaboraba, creaba, disfrutaba, se ayudaban unos a otros sin dudar. Pronto, el salón se acabó de decorar y se empezó a rodar, luego fue el baño y los espejos, para entonces la habitación ya estaba pintada y, poco después, la cocina lucía esplendida. Acabamos el rodaje, cumplimos nuestras doce horas de jornada y dedicamos otras dos horas todo el equipo a recoger. Pagué con gusto unas cervezas “Medalla” y, al acabar y contentos por el día, sin importar las horas ni el cansancio, la gente brindó para celebrar el día en que todos fuimos arte.