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​Los Dolomitas, Pau Gasol y las vías ferratas

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Film, Foto: Jesus del Cerro
Film, Foto: Jesus del Cerro

Durante años había oído hablar de los Dolomitas pero, la verdad, no tenía mucha información sobre ellos, no había pisado sus senderos ni disfrutado de sus paisajes. Tenía en la mente, a través de fotos, historias y documentales, una cordillera áspera, majestuosa y con cierto aire aristocrático. Así que cuando me llegó la propuesta de ir allí a colaborar con un rodaje publicitario y hacer una vía ferrata solo pude aceptar y, después, correr a internet para buscar más información sobre esa cordillera y aprender qué era eso de las vías ferratas.

Las fotos que vi en mi ordenador eran poco tranquilizadoras para mis -escasas- dotes de montañero. Veía gente equipada con cascos y arneses que andaban por unos minisenderos al borde de precipicios espeluznantes. Me fijé más en las fotos y vi que los escaladores que aparecían en ellas estaban asegurados a unos cables de acero fijados en la pared. Ahí entendí el concepto: vía ferrata.

La ruta que íbamos a recorrer era la Vía Ferrata del Bochete Centrale, una senda histórica. Unas rutas abiertas por los soldados italianos y austriacos, enemigos entre ellos en la Primera Guerra Mundial, para poder acceder con rapidez a lugares porque, sin esas vías colgadas de las montañas, habrían quedado a merced del enemigo. Un conjunto de cables de acero, escalones, escaleras y otros elementos fijados a la roca proporcionaban la seguridad necesaria a esos soldados. Estas rutas fueron recuperadas por el Club Alpino de Italia en los años treinta del pasado siglo con el compromiso de mantener un cierto margen de dificultad en ellas poniendo únicamente las ayudas imprescindibles. Así han perdurado hasta nuestros días y permiten a novatos montañeros -como yo- el acceso a paredes, senderos y repisas que, sin esos elementos anclados a la pared, serían inalcanzables para gente sin conocimientos de escalada.

Así llegamos a los Dolomitas listos para el rodaje. Nuestras estrellas eran Miguel Ángel Muñoz, actor y flamante ganador de la primera temporada de Master Chef Celebrity, y Pau Gasol, uno de nuestros más ilustres deportistas. Los Dolomitas se presentaron ante nosotros imponentes, rocosos, altivos, como retándonos a que nos atreviésemos a conquistarlos.

El rodaje empezó con buen tiempo y disfrutamos de las vistas que nos ofrecían las montañas; Miguel Ángel Muñoz y Pau Gasol nos demostraron sus dotes televisivas: muchas y muy buenas por parte de ambos. Yo había trabajado en varias series („Un Paso Adelante”, „Compañeros”) con Miguel Ángel Muñoz y sabía de su buen hacer, pero era la primera vez que coincidía con Pau Gasol y solo pude comprobar cómo la imagen que tenía de él fue superada por la realidad: Pau fue amable, profesional, divertido y sobre todo buen compañero en el rodaje. Los Dolomitas, Miguel Ángel Muñoz y Pau Gasol eran unos grandes protagonistas.

En el segundo día el programa nos exigía empezar a subir. La marcha hasta el refugio era exigente pero bonita y muy espectacular, la senda nos llevaría hasta él y allí alcanzaríamos los 2.350 metros de altitud. A mitad del camino la montaña, como avisándonos de que ya estábamos en su territorio, nos enseñó su poder con un imponente chaparrón y una fuerte bajada de las temperaturas. Sacamos de las mochilas la tercera y cuarta capas de ropa para poder llegar al refugio secos. Allí la cena caliente y la charla con los guías italianos nos reconfortó y nos ilustró sobre lo que íbamos a hacer al día siguiente: empezaríamos la aproximación a la vía ferrata a las cinco de la mañana. La montaña y los madrugones van de la mano, las normas quedaron explicadas durante la charla y nos dimos cuenta de que debíamos ser muy cuidadosos porque íbamos a estar en lugares con cierto peligro.

El refugio se activó a las cuatro de la mañana: botas, mochilas, chaquetas, arneses, guantes y demás accesorios se dieron cita en la mochila. Además llegó un invitado no esperado: la lluvia, que nos daba los buenos días, mientras bajábamos hacia el comedor para desayunar, repiqueteando en el tejado. Aún era de noche, con lo que no podíamos ver cómo estaba el cielo, pero a esas horas de la mañana la vía ferrata se alejaba de nosotros. Un vistazo desde la puerta del refugio después del desayuno no ayudó al optimismo. Llovía a cántaros, la niebla estaba baja y nos acordábamos de lo que nos dijeron los guías la noche anterior: si aparecía tormenta eléctrica, simplemente era imposible acercarse a las vías ferratas pues se comportaban como un gran pararrayos y, lógicamente, no era recomendable estar atado a un pararrayos en medio de una lluvia de rayos.

Decidimos desayunar por segunda vez, rodar unos planos recurso cerca del refugio y desestimar la vía ferrata más larga. La segunda opción era una vía ferrata de acceso más cercano y así, si el tiempo nos daba (y los rayos también) un respiro, podríamos llegar a ella antes.

Yo desayunaba por segunda vez a las nueve de la mañana, cinco horas después de haberme despertado. Mi optimismo se iba empequeñeciendo a medida que las horas y las circunstancias reducían las opciones de hacernos alguna vía ferrata. La mochila estaba lista y las ganas de subir intactas, pero la lluvia seguía y las webs del tiempo no ayudaban con sus predicciones.

Pero, las montañas y su tiempo son imprevisibles y, sobre las diez y media, el sol decidió dar un golpe en la mesa -en las cumbres en este caso- y empujó las nubes lejos de allí. Nosotros, sin perder tiempo, nos echamos la mochila a la espalda, nos ajustamos las botas y empezamos a subir montaña arriba rumbo a la ferrata llenos de optimismo.

Miguel Ángel Muñoz conducía el rodaje y los guías italianos nos llevaban hacia la vía en cuestión. Allí, finalmente y después de dos días de subir por empinadas sendas y horas de espera por la lluvia, nos anclamos a la pared como los soldados italianos y austriacos habían hecho cien años antes. Mis sensaciones fueron mezcla de emoción, fascinación, inquietud y, sobre todo, para mi sorpresa, libertad.

Allí estaba a dos mil quinientos metros, al borde de un precipicio, atado con un mosquetón a un cable de acero que me aseguraba que, aunque tropezara, no me iba a caer y, a pesar de estar atado, me sentía libre, libre por estar en un lugar casi inaccesible y, gracias a esos soldados que necesitaban un acceso rápido por las montañas para ganar una guerra, yo estaba sintiendo lo que solo los avezados escaladores o las aves pueden sentir.

El camino seguía subiendo y bajando gracias a escalones, cables de acero y escaleras que, ancladas a la pared, nos aseguraban y nos ofrecían estar en lugares no aptos para gente que padezca vértigo: los paisajes eran espectaculares, las vistas increíbles y las sensaciones únicas. Allí colgado de los Dolomitas, pensé en lo absurdo que es el ser humano y cómo una vía pensada para la guerra nos ofrecía ahora un sentimiento de libertad. Los caminos son los mismos, las personas también; así pues, está en nuestra mano elegir que los caminos nos sirvan siempre para buscar la libertad y no la confrontación; hagámoslo así cada día.

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