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Rumania cree en Santa Klaus

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Klaus Iohannis in Piata Universitatii, Foto: HotNews / Dan Popescu
Klaus Iohannis in Piata Universitatii, Foto: HotNews / Dan Popescu

El próximo 22 de diciembre, 25º aniversario de la famosa huida en helicóptero de Nicolae Ceaușescu, el conservador Klaus Werner Iohannis se convertirá en el nuevo Presidente de Rumania. Contra todo pronóstico, Iohannis consiguió ayer la victoria en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales que le enfrentaron a Victor Ponta, primer ministro y candidato del Partido Socialdemócrata, cuenta Álex Amaya en su blogRomania prin Perdea.

Iohannis ha conseguido al final un holgado resultado de 54,51% frente a un 45,49% de su rival después de perseguir a Ponta en los sondeos durante toda la campaña. A lo largo de la larga campaña electoral, la ventaja de Ponta nunca bajó de los ocho puntos en las encuestas. La clave de la victoria de Iohannis ha sido un inesperado y espectacular repunte en la participación, que ha alcanzado un 64,10% después de que en la primera vuelta se situara en un pobre 53,17%. En las seis elecciones presidenciales a dos vueltas celebradas en Rumania desde 1992 –en 1990 Iliescu ganó en la primera vuelta con un 85%-, la participación siempre ha sido menor en la segunda vuelta que en la primera con la excepción de 2009, en que subió 3,65 puntos, facilitando así la victoria in extremis de Traian Băsescu. Los casi once puntos de crecimiento de la participación de ayer –casi dos millones de votos- fueron, de hecho, algo espectacular por inesperado.

Por tercera vez consecutiva los socialdemócratas rumanos han perdido la carrera presidencial en los últimos metros de la misma. En 2004, el entonces primer ministro Adrian Năstase sucumbió a Băsescu, por entonces alcalde de Bucarest, pese a que éste se sumara a la campaña apenas un par de meses antes de los comicios y a que Năstase comandara las encuestas con comodidad. En 2009 Băsescu fue reelegido por apenas 0,7 puntos ante el senador Mircea Geoană, que contaba con el apoyo del resto de fuerzas políticas y que presentaba al mismo Iohannis como su candidato a primer ministro. No cabe ninguna duda de que en 2014 el factor determinante del cambio de tendencia en el voto ha sido el escándalo provocado por la nefasta organización del voto de los rumanos en el extranjero. Si la situación fue grave durante la primera vuelta electoral, el 2 de noviembre, la mayor afluencia a las urnas de ayer –el triple entre los habitantes de la diáspora- y el hastío y enfado acumulados provocó manifestaciones espontáneas que llevaron a situaciones problemáticas en lugares como París o Turín. Cuando cientos de ciudadanos se quedaron una vez más sin poder votar y trataron de entrar en las dependencias consulares, la policía local acabó cargando y haciendo uso de gases lacrimógenos, en una demostración palpable de la tremenda vulnerabilidad que muchos de los emigrantes viven en su día a día.

Si hay algo que enerva el ánimo colectivo de los rumanos es la constatación de que ciudadanos inocentes puedan ser humillados por parte de un poder discrecional, ajeno a las reglas básicas de la democracia. En febrero de 2012, en un contexto de recortes antisociales por parte del gobierno, el abierto desprecio mostrado en la televisión por Băsescu contra el médico Raed Arafat –creador del ejemplar servicio público de urgencias SMURD- llevó a miles de rumanos a salir a la calle hasta forzar la dimisión del entonces primer ministro Emil Boc. Las protestas en septiembre de 2013 contra el proyecto minero de Roșia Montana y la explotación con fracking de las reservas de gases de esquisto en Pungești –que incluyó la brutal represión de la Gendarmería contra los campesinos locales- siguieron la misma lógica indignada, en este caso orientada contra dos multinacionales –RMGC y Chevron- que actuaban por encima de la legalidad y del interés común con la activa colaboración de las autoridades. Como traté de explicar ayer, la diferencia entre las mencionadas protestas y las de estos días es que la derecha radical ha sabido tomar la iniciativa, orientando la indignación existente contra el PSD, su candidato y sus votantes –básicamente clases populares-, sin dejar espacio a la impugnación democrática a un sistema político dominado por élites extractivas propias y foráneas y sistémicamente corrupto por la lógica de puertas giratorias.

Pero lo cierto es que Ponta perdió las elecciones porque basó sus esperanzas en la desmovilización del electorado y en la capacidad de la maquinaria de su partido de mantener la disciplina entre su tradicional electorado. Su fracaso dice mucho de lo que realmente es la socialdemocracia rumana actual. Sin ideología clara ni proyecto político definido, conformado como una red de intereses político-económicos de dudosa moralidad política, el PSD de Ponta no es la maquinaria estalinista que sus rivales dicen que es. Ni siquiera ha mostrado interés en mantener los elementos discursivos de tipo social que en los años de Iliescu permitían mantener a su electorado tradicional suficientemente satisfecho. Ponta puso el turbo nacionalista desde el principio de la campaña y trató de llegar a un acuerdo estratégico con la Iglesia Ortodoxa para suplir su falta de verdadero proyecto de justicia social. Pero en la misma mañana de ayer, el Patriarca Daniel ya declaró que “a veces Dios ayuda al pueblo rumano a través de personajes con sangre extranjera”, en una clara alusión a que el apoyo de la Iglesia a Ponta no iba a ser tan explícito durante el domingo definitivo. El resto es historia: el voto cautivo que Ponta creía tener no fue suficiente para llevarle al Palacio de Cotroceni, mientras una marea de votantes indignados llenaban las urnas con las papeletas de su rival. Según este análisis, el espacio que el PSD ha dejado a su izquierda es inmenso. Y, sin embargo, esa alternativa tardará en llegar a juzgar por el estado de confusión en el que parece estar la izquierda intelectual y los veteranos de los movimientos sociales ante la rápida migración hacia la derecha de una parte importante de sus bases y de algunos de sus miembros destacados.

Hay varios elementos positivos que se desprenden de la victoria de Iohannis. El primero es que al elegir a un Presidente protestante y perteneciente a una minoría étnica los rumanos parecen haber demostrado una gran madurez colectiva, lo cual no es poca cosa en un país en el que el chovinismo está a flor de piel y el protagonismo de la Iglesia Ortodoxa en la vida pública es sofocante. Esto producirá la paradoja histórica de que Bucarest conmemorará el centenario de la ocupación alemana de 1916 con un teutón en su palacio presidencial. No es menos simbólico que sea un transilvano el que ocupe la jefatura del Estado cuando se celebren los cien años de la unificación del país el 1º de diciembre de 1918. El segundo elemento positivo del triunfo de Iohannis es que éste neutraliza en parte la tentación violenta de la joven guardia de la derecha neoliberal. Es cierto que su líder espiritual Monica Macovei tratará de influenciar la agenda del nuevo Presidente y empujarla aún más hacia la derecha, pero al menos es previsible un relajamiento en las actitudes de bullying políticopropias de estos grupos en las redes sociales, universidades y puestos de trabajo corporativos. Ponta ha anunciado hoy que pretende seguir como primer ministro, lo cual mantendría encendidas las brasas de la revuelta en el imaginario maidanista de la derecha. Fueron estos grupos los que trataron de llegar ayer por la noche a la sede del PSD con clara actitud hostil, una vez que se confirmó la victoria de Iohannis. Pero, de todos modos, es probable que Ponta acabe siendo descabalgado de la jefatura de gobierno tarde o temprano, en la medida en que el transfuguismo propio de la política rumana determine una nueva mayoría parlamentaria acorde a los nuevos tiempos.

Con todo, Iohannis es en sí mismo una incógnita debido a su propia mediocridad. Su candidatura se ha basado en gran medida en la imagen de que “sabe hacer las cosas bien”, forzando hasta el paroxismo el mito del alemán eficiente en contraposición con el desorden balcánico del resto de rumanos, lo cual es la continuación del mito auto-flagelatorio propio de las mismas clases medias urbanas que han aupado a Iohannis al poder. Al confirmarse ayer su victoria electoral, miles de personas demostraron una felicidad infantil por verse correspondidos, recompensados por el hecho de de haber basado a última hora inmensas esperanzas en un hombre aparentemente capaz de cambiar la historia por sí mismo. No obstante, los problemas más graves de la Rumania actual tienen mucho que ver con la desigualdad, la pobreza y la discriminación de grandes masas de población. Son auténticas fallas tectónicas que atraviesan a la sociedad rumana y que no se reparan con las recetas berlinesas del Presidente Iohannis. La cura a los desastres sociales del postsocialismo rumano no es tampoco Ponta y su insoportable levedad como proyecto político. Me inclino a pensar que la solución estriba en la creación de dinámicas de empoderamiento colectivo más allá del sistema político actual por parte de una población castigada por las élites a treinta años de austeridad. Es por ello que el mito Iohannis no parece sino un paso en la dirección contraria a la que el pueblo rumano podría caminar.

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