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Vuelta a la ilusión

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Iluzie, Foto: Hotnews
Iluzie, Foto: Hotnews

En el año 1991 yo estudiaba en la Facultad de Imagen y Sonido de Madrid por las mañanas y por las tardes trabajaba de camarero en la cafetería de mis padres. En la facultad no me podía considerar un buen estudiante, estaba en tercero de carrera y tenía las mismas asignaturas aprobadas que suspendidas. La Universidad en aquella época (no sé ahora) era eminentemente teórica y bastante alejada de la realidad del cine o la televisión por lo que mi ilusión se tornaba un día sí y otro también en aburrimiento. Yo no tenía muy claro qué quería hacer, pero sí sabía que quería hacer más cosas, tocar con los dedos una cámara, escribir un guion, dirigir a un actor, escuchar “acción” y después de unos segundos con el plano realizado oír el “corten”. Quería rodar y ver qué se siente.

Así que convencí a mi padre de que necesitaba por las tardes del martes y del viernes unas horas libres en mi quehacer en la cafetería y cambiar el poner cafés por ir a clases de cine. Como la escuela de cine a la que me inscribí estaba en la madrileña Gran Vía, solo tenía que quitarme el uniforme de camarero y correr unos centenares de metros para llegar a clase.

Aquello cambió mi vida, de la aburrida y teórica Facultad de Imagen me tiraron a la piscina de la realidad, teníamos que hacer cuatro cortometrajes en seis meses. Las tareas se repartirían entre los alumnos del curso, éramos diez, lo recuerdo perfectamente. Está claro que algunos puestos de los rodajes eran más apetecibles: dirección, cámara, dirección de foto. Solo eran cuatro cortos por lo que rellenamos un papel con los cargos que queríamos y el profesor, como juez y parte, adjudicaría los cargos. De repente mi vida dependía de un profesor con el pelo largo, ideas bastante peculiares y que, fumando constantemente guiaba nuestra iniciación en el mundo del cine. Yo quería ser director y así lo escribí con el número uno en mis preferencias.

El miércoles pasado veintiséis años después volvía a METRÓPOLIS, así se llama la escuela de cine. Volvía para dar una “master class” ( ahora las llaman así) sobre como desarrollar los proyectos cinematográficos. Quería explicar a los estudiantes cómo podían tener más opciones de conseguir que sus guiones se hicieran realidad: yendo a festivales, a mercados, abriendo sus ojos al exterior, no pensando solo en España, mejorando el modo en que los presentaban, el modo en que contaban sus historias a los posibles productores, financieros o a quien pudiera escucharles. Ese era el tema de la conferencia pero todo era una excusa para poder volver a la escuela, a sentir la ilusión, la frescura que se tiene cuando se empieza, las ganas de hacer cosas, quería volver al año 1991 y recuperar sensaciones.

Guillermo, así se llamaba mi profesor, repartió los puestos entre los alumnos en esos cuatro cortos. La verdad no tengo claro qué hice en los otros tres, pero sí recuerdo cómo en uno de ellos me seleccionó para ser director. Recuerdo bien esos meses de carreras desde la cafetería para ir a clase, los casting para buscar los actores, incluido Dativo, el padre de mi amiga Natalia, pedir favores a quien fuera para conseguir la portería de un viejo edificio, un coche, vestuario, amigos que hicieran de extras, convencer a mi abuelo para que hiciera de vecino, a mi padre para que me dejara la cafetería. No teníamos medios, pero aquello sí que era ilusionante y pusimos todas nuestras fuerzas, ganas y también nuestra inocencia.

Clint Eastwood estuvo el otro día en Cannes dando una “master class” y entre otras cosas, dijo que “el cine debe ser emocionante” y añadió a sus 87 años, 39 películas como director y 70 como actor, que “no nos debemos tomar las cosas muy en serio”. Yo medité sobre ello, Eastwood no es cualquiera, ha hecho alguna de las películas que más me han impactado. Él hablaba de que el cine debe ser emocionante como arte pero yo me tomé la libertad de extrapolarlo al día a día y creo sinceramente que la vida debe ser emocionante en todo lo que hacemos. Los alumnos que me escuchaban el otro día en la escuela estaban emocionados, con ganas de hacer cosas, de experimentar, de aprender, de crear, de equivocarse y de volverlo a intentar, en definitiva de vivir. Luego, claro, la vida real te da golpes, te pone muros que a veces puedes superar y a veces no, te da decepciones y fracasos y alguna alegría. La ilusión, las ganas, la fuerza y la determinación es lo que pones tú, los éxitos y los fracasos no los ponemos, nos llegan y, como decía el maestro Eastwood, no nos los debemos tomar muy en serio para poder preservar, en la medida de lo posible, la ilusión.

Cuando dirigí ese corto en la escuela era para mí lo más importante del mundo, pero la vida real ya estaba acechando para presentar sus credenciales. Aquel corto se rodó en 16 milímetros y en el laboratorio, a la hora de revelarlo, cometieron un error, así que mi primera visita a un laboratorio de cine fue para escuchar que, por desgracia, mi corto no existía. Yo estaba desolado. Guillermo mi profesor me explicó que era una práctica de escuela y que lo importante era lo que había aprendido. Los maestros, ya vemos, tienden a relativizar las cosas. Yo no estaba muy convencido como era mi deber de alumno, y moví Roma con Santiago para rodar de nuevo ese corto, convencer a todo el mundo de que debíamos repetir el esfuerzo, que ese corto merecía la pena, que nuestra historia era importante. El laboratorio nos dio dos latas de película como compensación, el alquiler de cámara se apiadó de mis ruegos, el equipo se puso manos a la obra, conseguimos otra portería, pedimos de nuevo mil favores y volvimos a rodar.

Ver a Eastwood hablar de cine “emocionante” y a los alumnos escuchar ilusionados y con ganas de hacer cosas son dos caras de la misma moneda. Y al final la vida y el cine deben andar en paralelo y, tanto para hacer cine como para vivir debemos emocionarnos, ilusionarnos, volver a esa inocencia del estudiante que empieza para conseguir trasladar los sentimientos a los personajes, a nuestra historia y que esa historia cuando se apaguen las luces y empiece la proyección, la sienta el espectador, porque ver una película también es vivir y la vida y el cine deben ser emocionantes.

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