Tiene usted que poner tres pesetas
Veinticuatro horas después de salir de Madrid llegué a Puerto Rico. La última escala desde Nueva York se me había hecho eterna, pero ya estaba en el Caribe. El aire acondicionado y los policías fronterizos mantenían el frío en el aeropuerto. Una vez que mi pasaporte recibió el sello y la cinta me ofreció mi maleta, la humedad y el clima tropical se hicieron fuertes y retiré de mí el jersey y la chaqueta con las que despedí el invierno madrileño.
En el aeropuerto me esperaban los productores y el jefe de producción dispuestos a llevarme a mi alojamiento y dejarme descansar, pero yo ya sabia que al día siguiente teníamos que empezar a localizar temprano. Dos días más tarde rodaríamos con una segunda unidad para tener planos de situación, pasos de tiempo, pasadas de coches, etc. Yo había hecho los deberes y sabía lo que quería rodar. Lo que tenía que averiguar en los siguientes dos días era dónde y, con ese pensamiento y el jet lag, me quedé dormido.
Las localizaciones me mostraron un San Juan que recordaba a ciudades como Cádiz; la influencia española estaba por todas partes. Legalmente, el inglés y el español son los idiomas oficiales pero, en la calle, el idioma predominante es el español: Puerto Rico habla, siente y vive en español. Mi operador de cámara y el foquista venían de Nueva York y el asistente de cámara era de la India, así que formamos un interesante equipo y juntos organizamos el rodaje: dos días en San Juan y al tercero iríamos hasta el sur de la isla, atravesando las montañas, para rodar planos con el coche y fotografiar el cambio de paisajes que necesitaba para la película. Urbano, montaña y, según me decían, en el sur, una llanura como un secarral. Yo miraba al verde tropical de San Juan y me resultaba complicado de creer. En cualquier caso, en 48 horas iba a ser testigo con mis propios ojos
“Tiene usted que poner tres pesetas” me dijo la recepcionista del hotel cuando le pregunté cómo funcionaba una máquina de refrescos. Yo que aún llevaba en los bolsillos monedas de euro mezcladas con los dólares recién llegados, me quedé quieto esperando la broma, pero la señorita siguió a lo suyo. Yo me acerqué a la máquina y entonces lo vi: un cartel medio despegado me indicaba, efectivamente, que los refrescos costaban tres pesetas. La recepcionista, viéndome deambular como un alma en pena, vino con la solución. Me cogió el billete de un dólar que tenía en la mano y me dio a cambio cuatro monedas de 25 centavos –los quarters americanos– y le volvió a explicar a este perdido español que tenía que poner tres pesetas: “En Puerto Rico todas las máquinas funcionan con pesetas” se reafirmó y, en ese momento entendí, con una sonrisa de oreja a oreja, que los quarters son las pesetas. Me encantó volver a oír la palabra peseta, me encantó volver a pagar con ellas, aunque con lo que pagaba en realidad fueran quarters americanos.
El coche de la película llegó puntual a la plaza de Colón y los dobles ya estaban preparados, así que comenzamos el rodaje buscando el mejor ángulo donde colocar nuestro maravilloso Mustang rojo descapotable. Rodamos de día, al atardecer, de noche, pasadas por aquí, cruces por allá. También aprovechamos para rodar pasos de tiempo (time-lapse): se fija la cámara, se graba un fotograma por segundo, se deja a la cámara rodar diez, quince minutos y así conseguimos el efecto del sol cayendo a cámara rápida o las nubes pasando a toda velocidad por encima de los fuertes construidos por los españoles siglos atrás.
Todos estos planos, cuando tengamos a los actores y a todo el equipo, serán imposibles de hacer, siempre habrá planos más importantes que rodar y, además, no será productivo tener un equipo de cien personas paradas media hora para grabar unas nubes. Sin embargo, estos planos son fundamentales en montaje, así que para eso se “inventó” la segunda unidad.
Siempre que empiezo una película dedico unos segundos a pensar en lo afortunado que soy al tener a todo un equipo dispuesto a luchar por mis ideas, por peregrinas que parezcan, por mis planos, por conseguir lo que pido en el color que lo pido, porque lo que imaginé un día se convierta ahora en realidad delante de la cámara y siempre recuerdo algo que leí en algún sitio: un director, al hacer una película, básicamente toma un montón de decisiones; si toma la mitad más una bien, tendrá opciones de hacer una buena película; si toma la mitad más una mal, empezará a hacer una mala película.
El ayudante de cámara me sacó de mis pensamientos y me preguntó qué óptica quería. Miré la posición de la cámara, guiñé un ojo para imaginarme el encuadre y pedí un 85. Dieter, que así se llama el ayudante, colocó la óptica, buscamos el encuadre preciso y se dio acción. El coche pasó raudo delante de la cámara y yo sonreí feliz pensando que ese plano iría al cesto de las decisiones correctas y que esa noche volvería a comprar un refresco por tres pesetas.