Rumania persigue a los "verdugos" de la época comunista
En un país donde la corrupción se halla extendida en todos los estamentos de la sociedad aupada por la todavía existente nomenclatura comunista, Rumanía mira a su pasado con cautela para condenar a los verdugos del régimen que acabaron aterrorizando a un pueblo inmerso en el horror.
Recordado por los detenidos políticos como un sádico, Alexandru Visinescu vivía tranquilamente en un apacible apartamento de un céntrico barrio de Bucarest y con una pensión decente hasta que conoció en septiembre que será juzgado por genocidio, primer acusación desde que Nicoalae Ceausescu fuera ejecutado en diciembre de 1989.
Visinescu, de 88 años, dirigió entre 1956 y hasta su cierre en 1963 el temido centro penitenciario de Ramnicu Sarat, situado en la parte oriental de Rumanía, donde los prisioneros sufrieron vejaciones, celdas gélidas, palizas y castigos aplicados de manera discriminada y abusiva, así como la falta de cuidados médicos.
“Te castigaba con un odio personal, no ejecutaba ninguna orden, te odiaba efectivamente, sentía odio”, Aurora Dumitrescu, arrestada en diciembre de 1951 por “conspiración contra el orden social” cuando tan sólo tenía 16 años.
“Todas las cárceles han tenido un Visinescu; la investigación debería extenderse a los médicos de las prisiones: Después de que nos apalearan, los doctores dictaminaban si nos podían seguir pegando”, cuenta Dumistrescu.
Según el Código Penal rumano, la acusación de „genocidio” conlleva a penas de entre 5 y 20 años prisión.
Esta primera acusación no se habría podido producir sin la labor del Instituto Rumano de Investigación sobre los Crímenes del Comunismo (IICCR) que ha recopilado pruebas de 35 responsables de cárceles y campos de trabajo durante el régimen comunista.
Más tarde, esta institución presentó al Tribunal una serie de documentos que inculpa a Ion Ficior, excomandante del campo de trabajos forzados de Periprava, un remoto poblado del Delta del Danubio, entre 1958 y 1963.
A Ficior, de 88 años, se le atribuye la muerte de 103 personas en el “campo de exterminio”, como asegura el IICCR, causadas por la desnutrición, palizas y darles agua del Danubio que provocó que se enfermaran de disentería.
“Para sobrevivir, debías decirte siempre: ‘no tengo hambre, ni frío, ni me duele nada’”, confiesa Octavian Bjoza, presidente de la Asociación de Antiguos Detenidos Políticos y ex prisionero de Periprava durante dos años.
“Se vive con una nostalgia, regresar al pasado unos 50 años no se trata de algo fácil”, reconoce emocionado Bjoza, que habla del hambre para hacerse una idea de las calamidades que sufrieron: “Una de nuestras mayores alegrías pasaba por cazar una serpiente y comérnosla en ocho pedazos”.
Pese a que las víctimas de la época comunista contemplan los dos procesamientos como un paso hacia delante, aún hay dudas de que la Justicia llegue hasta el fondo del problema.
“Los políticos rumanos son descendientes de los comunistas y no existe ningún intereses por reconocer los crímenes del comunismo”, lamenta Bjoza, que admite que la condena al comunismo “ha sido un gesto extraordinario, esperado desde hace tiempo, pero que se ha quedado como una hojalata hueca que suena bien”.
Sin embargo, el centro que investiga los crímenes se muestra optimista ante los nuevos avances contra los torturadores del régimen.
“Existe una voluntad por parte de los nuevos fiscales y la introducción de nuevas leyes han hecho posible que podamos ver pronto a un verdugo comunista en la cárcel”, explica Adelina Tintariu, directora general adjunta del IICCR.
“Estas condenas ayudarán a los más jóvenes a conocer mejor nuestro pasado más reciente”, aclara Tintariu.
Asimismo, el Gobierno adoptó recientemente una ley que obliga a los torturadores del régimen a indemnizar a las víctimas.
Esta iniciativa, que tendrá que ser aprobada por el Parlamento, pretende que los verdugos destinen entre un 25 y un 50 por ciento de sus beneficios a aquellos que sufrieron las crueldades de la dictadura comunista.
„Tenemos suerte de haber escapado con vida, muchos murieron las pudrientes cárceles; siempre tuve el sentimiento raro de que podía morir en cualquier momento”, concluye Dumitrescu.