Rumanía abre una grieta en el pasado
La última vez que hubo un proceso por genocidio en Rumanía fue el día de Navidad de 1989. Duró un par de horas y terminó con Nicolae y Elena Ceausescu fusilados, desmadejados en el patio del cuartel militar de Targoviste, a 79 kilómetros de Bucarest. Medio mundo ha visto el vídeo del juicio sumario y parte de la ejecución de quienes solo cinco días antes dirigían una de las dictaduras comunistas más desquiciadas de Europa. El lugar en el que ocurrió es hoy un tosco museo con agujeros de bala en la pared y dos siluetas dibujadas en el suelo para señalar dónde cayeron.
El museo municipal abrió hace casi dos meses. Ese 3 de septiembre, en Bucarest, la fiscalía general anunciaba una investigación por genocidio (un delito que no prescribe) contra Alexandru Visinescu, el director de una cárcel donde las palizas, el hambre y el frío extremo se empleaban para machacar a cualquiera que oliera a disidente. Es la primera vez que se formula una acusación así en 24 años. Esa decisión supone perforar en toneladas de tiempo y oscuridad: las que se edificaron sobre los 600.000 presos políticos de la época del terror de corte estalinista que precedió a Ceausescu, entre 1945 y 1964. Es una grieta pequeña, en primer lugar porque el acusado tiene 88 años y es poco probable que se le llegue a juzgar. Pero una grieta, porque Rumanía apenas ha empezado a volver la vista sobre los crímenes cometidos en 44 años de dictaduras comunistas.
Ramnicu Sarat era conocida como la cárcel del silencio, con celdas individuales para aislar por completo al preso.
Alexandru Visinescu dirigió la prisión de Ramnicu Sarat entre 1956 y 1963. Allí fueron a parar los líderes de la élite política anterior. Era conocida como la cárcel del silencio, con celdas individuales para aislar por completo al preso, que no podía hacer el menor ruido ni comunicarse con nadie. A un paralítico le llegaron a dar una paliza en la cama. A los enfermos no se les proporcionaba tratamiento médico. No podían tumbarse en la cama en todo el día. Varios murieron.
„Yo conocí a Alexandru Visinescu”, afirma Aurora Dumitrescu, de 82 años. Tenía 20 cuando fue encarcelada por estar vinculada a una organización de la resistencia anticomunista. Enseña su ficha de la Securitate, el brutal servicio secreto: foto de perfil y frontal. En el apartado „características individuales” se lee: „parlanchina, astuta y mentirosa”. Le cayeron seis años, después de interrogatorios con insultos, un foco en la cara y palizas en las que le ponían unas gafas de metal para que no supiera dónde estaba. Las dos veces que se cruzó con Visinescu terminó en la negra, la celda de castigo. Una fue en la penitenciaría de Jilava, un lugar con el techo tan bajo que nunca se podía estar totalmente erguido. „Él entró y me preguntó: ¿cuántos años tienes? Yo le dije que 20, pero él se refería a la condena. Empezó a insultarme. Enseguida le aclaré que la pena era de seis años. ‘Piensas que van a venir los americanos a salvarte, ¿no?’. Y yo le respondí que eso debía ser lo que él temía”. Inmediatamente la metieron en la negra: „Siempre había agua en el suelo, no tenía casi ropa y solo daban comida cada tres días”.
Dumitrescu es una mujer enérgica capaz de intercalar la risa en el relato de esos años de horror. Ahora Visinescu está acusado de genocidio. „Ya no me compensa. Nadie me devolverá la juventud”, dice con amargura mientras plantea que, más que la batalla de la justicia tardía, vale la pena dar la de la memoria: „Mi objetivo no es que lo condenen a él o a cualquier otro, sino que los rumanos sepan lo que ha pasado. Me saca de quicio que digan que no existían las negras. Ahora [en la fiscalía] han cogido un cabo de la cuerda y espero que empiecen a tirar. Eso servirá para que se conozca el pasado”.
A Rumanía le ha costado décadas iniciar siquiera ese gesto. La maraña de la que tirar es gigantesca y brutal. Incluso los casos más cercanos en el tiempo, como el de la mayoría de los 1.200 muertos que hubo durante la revolución de 1989, siguen impunes. Por eso Teodor Maries, el presidente de una asociación de víctimas de la represión de los últimos días del comunismo llamada 21 de Diciembre de 1989 considera que la investigación sobre Visinescu „es una excepción, es como un defecto bueno del sistema. La opinión pública ha reaccionado por la presión de la prensa y nosotros seguimos con nuestra lucha”.
El miedo sigue vivo para algunos de los torturados en los cincuenta. „Me atemorizaría encontrarme con Visinescu por la calle”, admite Aurora Dumitrescu. Durante todo este tiempo, el carcelero Visinescu ha vivido en su piso de Bucarest junto al parque Cismigiu, uno de los más bonitos de la ciudad, con sus barcas y lleno de gente paseando en estos días soleados de otoño. Sin embargo, quizá solo ahora ha sentido algo parecido al miedo. Cuando un instituto que investiga los crímenes comunistas puso a la Fiscalía sobre la pista de Visinescu, la prensa y las televisiones se lanzaron a informar sobre él. Reaccionó con agresividad. Se siente acorralado.
No contesta al interfono, pero aparece en el rellano de su piso. Está a punto de coger el renqueante ascensor del edificio para ir a la calle. Al preguntar por él se queda desconcertado. Usa sombrero y corbata. Le tiembla la mano derecha y gesticula mucho. Apenas acaba las frases. Trata de explicarse: „¡Estoy tan torturado por la gente! No quiero hablar con nadie porque me siento acabado… Todo este calvario público. He denunciado a los que me han puesto en esta situación. ¡La prisión cerró en 1963!”.
El piso del viejo carcelero es muy pequeño. En el pasillo hay tres puertas: un armario, el baño con ropa colgada en la bañera y una cocinilla del tamaño de una lavadora. No tiene nevera. La cama está en el salón. En la cabecera se ve un retrato de él de joven, orgulloso con su uniforme. Al lado, una radio muy antigua junto a un radiocasete ochentero. Visinescu se quita el sombrero y se sienta en uno de los taburetes forrados de flores que hacen juego con el sofá. En una esquina, junto a la terraza donde crecen geranios, tiene una tele encima de otra. El móvil, que suena varias veces, es el único objeto aquí con menos de 30 años. Todo tiene un orden particular: las corbatas cuelgan del marco de un espejo, los sombreros alineados sobre el armario.
„Yo soy inocente. Que los culpables sean juzgados, pero ¿por qué a mí? Si voy a un juicio y me declaran culpable, entonces sí podrán decir lo que quieran, pero ahora no puedo ir a ninguna parte, a donde voy me acusan de criminal asesino. En el tranvía, en la calle, dicen ‘¡este es el que ha torturado!’. No me preocupa ir a juicio, sino este escándalo”. Luego rebusca en el armario de la ropa unos documentos. Son misivas que él asegura que se las mandaban por iniciativa propia presos comunes —”los políticos no tenían derecho a escribir cartas”, aclara—. También tiene extractos copiados en un folio. En uno se lee: „Ha sido como un padre para mí”.
Poco a poco se calma. Empieza a divagar sobre la historia y asevera: „He sido militar y he tenido que estar en esa cárcel [Ramnicu Sarat]. No era voluntario, era mi trabajo”. Niega que él torturara jamás: „No le he puesto un dedo encima a nadie”. Rechaza que bajo sus órdenes se torturara: „De ninguna manera”. No reconoce la falta de comida y ni el frío —”tenían calefacción”, suelta—. Varias veces coge el brazo de su interlocutora para enfatizar lo que dice. „En la lista de presos políticos estaban Coposu y Diaconescu [dos famosos líderes anticomunistas]. ¿Por qué no me han buscado después, por qué cuando eran libres no hablaron de mí? Yo vivo aquí y nunca ha pasado nada”.
Nunca le ha pasado nada. Eso es cierto. Ni a él ni a otros como él. Después de rechazar durante años varias denuncias con el argumento de que habían prescrito los delitos, la fiscalía anunció el jueves pasado que también investiga por genocidio a otro octogenario, Ion Ficior (85), un antiguo comandante del campo de trabajos forzados de Periprava, en el delta del Danubio, entre 1958 y 1963. Se le considera responsable de la muerte de 103 personas. Detrás de estas acusaciones está el trabajo de años del Instituto para la Investigación de los Crímenes Comunistas y la Memoria del Exilio Rumano (IICCMER), un organismo gubernamental que ha estado recabando pruebas e indagando en archivos. „Las leyes no han cambiado”, explica Andrei Muraru, director del IICCMER. Entonces, ¿por qué ahora? „Porque Visinescu y Ficior ya no constituyen una amenaza para el sistema”, responde. Quizá porque ya no pueden implicar a ningún dirigente comunista vivo.
La falta de voluntad política para investigar tiene que ver con las conexiones con el pasado de las élites en democracia. „En las instituciones hay bloqueos porque los hijos de los antiguos fiscales comunistas son fiscales. Los hijos de los de la Securitate están en los servicios secretos, los hijos de los políticos comunistas están en el Parlamento y en la Administración igual”, señala el historiador Marius Oprea, que añade: „Vivimos en un país que ha condenado el comunismo pero solo de fachada [el presidente, Traian Basescu, lo hizo en 2006], y ha creado este instituto en el que trabajo, pero no tenemos acceso a toda la información que necesitamos. En el caso Visinescu, la justicia llega tarde como siempre, pero es un principio”.
La sede de la asociación de antiguos presos políticos es una castigada mansión con vidrieras. Los tres hombres que han venido a la cita con sus libros de memorias, sus fotos y sus recortes de periódico, que llevan corbata y que saludan a las mujeres besándoles la mano, no esperan nada de la justicia. Los tres se ríen cuando se les pregunta si creen que llegarán a juicio los casos que se investigan. „¡No! Es una mascarada”, dicen. El presidente, Octav Bjoza, es el más joven. Tiene 75 años. „Me transformaron en la cárcel. Mi sufrimiento no acabó cuando salí, y no ha terminado aún. Pude aguantar todo eso porque un compañero me enseñó que se podía sufrir con dignidad”, explica. Antes de hablar de sí mismo quiere relatar los horrores que vivieron miles de personas en cárceles y campos de trabajos forzados. Quiere decir que en Pitesti obligaban a los presos a comerse los excrementos de otros. Quiere que se sepa que en ese lugar se convertía a algunos reclusos en torturadores a cambio de comida o de dormir solo en el camastro. Al rato, coge aire y empieza a contar. „En Periprava el hambre era terrible. Ficior llevaba la unidad central. Un día nos hicieron plantar cebollas pequeñas, pero no podíamos más y nos las comimos. Nos guardamos un kilo cada uno en la ropa para los viejos de la cárcel. Un militar nos vio. Nos pusieron de rodillas, nos quitaron la ropa y encontraron las cebollas. ‘Ahora os lo vais a comer todo’, nos dijo el guardia. Dos de nosotros lo conseguimos y nos destrozó el intestino. Uno no pudo y en ese momento llegó Ficior. Preguntó qué pasaba y el que no fue capaz de acabar recibió un puñetazo en la sien y patadas solo en la cabeza hasta que quedó inconsciente”. Dice que llevan años reclamando, incluso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero no han tenido respuesta o les dicen que todo ha prescrito. Para él, que acusen ahora a Visinescu y a Ficior „no significa nada”, porque „lo único que ha hecho la justicia rumana es proteger a criminales, y son sus hijos los que ocupan la judicatura”.
En Bucarest no hay nada parecido a un museo de verdad sobre el periodo comunista. Y otros, como el de Targoviste, donde ejecutaron a Ceausescu, la interpretación y la memoria no pintan nada. „Rumanía está rezagada respecto a otros países de la región. El que más ha avanzado es Polonia”, compara Muraru, director del IICMER. „Los casos de Visinescu y Ficior marcan un punto de inflexión, pero no es irreversible. Es un proceso frágil”, explica. Catalina Tudorache, de 26 años, está sentada en un banco de la plaza de la Revolución, al lado de donde huyeron en helicóptero los Ceausescu. „De él sí se habla más, pero no de los crímenes comunistas ni de los años cincuenta. Somos un poco pasivos y olvidamos con facilidad en Rumanía”. En el bachillerato solo hay una asignatura, optativa, sobre esos 44 años.
Ion Radu, de 82 años y antiguo profesor de inglés, también estuvo en Periprava. Pero no es tan pesimista como sus compañeros y piensa que es importante que se investigue lo que pasó para que lo sepan los jóvenes. „Aunque sea muy despacio, creo que nos enfrentaremos al pasado. Es imposible que esto quede en el olvido para siempre. Yo quiero luchar”.
„Quiero saber quién mató a mi padre”
Maria Bendorfean tiene 53 años. Quedó viuda con tres hijos cuando su marido murió tiroteado en la puerta del hotel Intercontinental, en el centro de Bucarest. Las fuerzas de seguridad dispararon sobre los manifestantes que protestaban contra la dictadura. Fue el 21 de diciembre de 1989, cuatro días antes de la ejecución de los Ceausescu. „Nadie me ha ayudado con casi nada. Al principio el Estado nos dio paquetes de comida. Pensábamos que se haría justicia después de la revolución, pero no se ha hecho nada”, se queja Bendorfean. Su hija Alexandra tenía entonces un año. Ahora tiene 25 y quiere saber quién mató a su padre. „Solo quiero ponerle cara a los que lo hicieron. El 21 de diciembre es una fecha simbólica, sale en la tele, pero pasa ese día y ya no le importa a nadie. Además, casi ningún abogado quiere trabajar en estos casos”. Su madre se enteró por la televisión de que la Asociación 21 de Diciembre de 1989 había logrado en 2011 que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos censurara la falta de una investigación real en Rumanía sobre uno de esos casos. El presidente de la asociación subraya que supuso un precedente para que más familias acudieran a Estrasburgo. La lucha de esta organización para documentar los expedientes y se investigaran es muy enrevesada, llena de interrupciones y batallas legales. Sin embargo, 24 años después, „está todo bloqueado”, afirma Ioana Sfiraiala, una de sus abogadas. „El sistema está corrupto desde dentro, los herederos del régimen comunista tienen cargos importantes en la justicia”, denuncia.