Ceausescu murió sin comprender
No había acabado Ceausescu de inaugurar la „fase superior de edificación del socialismo”, que iba a culminar en 2010, cuando algunos delegados de provincias en el último congreso comunista rumano empezaban a agolparse en el ambigú para comprar ¡hasta 10 chocolatinas!, el máximo permitido. Era noviembre de 1989 y conducator y conducatriz, Nicolae y Elena, desafiaban al Este y al Oeste con un atrincheramiento más dinástico que ideológico y con la vista puesta en su hijo Nicu. El futuro se decía brillante, pero los aplausos que interrumpieron 120 veces su discurso de cinco horas se emitían grabados por los altavoces, como la risa en las series malas, y la comida era ya casi un recuerdo en las cocinas de Bucarest.
Ningún régimen comunista ha sido mucho mejor que otro, pero el rumano se convirtió en el icono más casposo de la decadencia en que se hallaba media Europa. El Este retratado por las películas de Bond era puro glamour al lado de una realidad de espías bajitos, hambrientos y con rotos en la ropa; de unos dignatarios que corrían junto a los botones a ver Tom y Jerry en la televisión del hotel de los extranjeros; de una generación cargada de electricidad estática a base de ropa sintética; de unas calles en las que todo movimiento estaba milimetrado; de una población preparada para improvisar una cola en cualquier esquina donde llegara el rumor de un próximo e incierto abastecimiento; y de unos interlocutores con sonrisa congelada y sin palabras ante cada pregunta de un corresponsal. Y en medio, el „hermano lozano” y la „primera científica de Rumania” con sus inevitables prendas de astracán y el ego bruñido.
Iniciarse en el periodismo en ese paisaje fue mucho más que un privilegio que debo a EL PAÍS. El telón del último congreso de Ceausescu, de su última función, se cerró ese noviembre que había arrancado con la caída del Muro, y los corresponsales corrimos a Praga a cubrir la Revolución de Terciopelo que empezaba. Pero no tardó en abrirse de nuevo, y esta vez el escenario fue muy diferente. Ni Fortinbras habría soportado tanta sangre.
Segundo acto: la mecha de la revuelta prendió en Timisoara y estalló en plena Navidad en Bucarest, enfrentó a la Securitate con un Ejército que se puso al lado del pueblo y dejó un millar de muertos en los sucesos más graves sucedidos en Europa tras la II Guerra Mundial (después nos superamos). Los voluntarios se organizaron en retenes por todo el país para cazar a francotiradores y supuestos mercenarios libios que nunca fueron realidad. La televisión más triste se reinventó bajo el nombre de „Romania Libera” y se convirtió en la plataforma palpitante de una revolución que sembraba las calles de banderas tricolores con un agujero emblemático.
Pero lo que sin duda nos paró los corazones fue el juicio y la ejecución sumaria de Nicolae y Elena Ceausescu (búsquese en youtube.com) y el aplauso que su retransmisión cosechó entre la población. „Sólo contestaré al Parlamento del pueblo y vosotros tendréis que responder”, decía Nicolae, sin comprender su propia ruina, mientras aún intentaba dar órdenes al tribunal. „¿Cómo permites que te hablen de ese modo?”, le replicaba una Elena a la que el pañuelo anudado al cuello no lograba disimular un rostro desencajado. „Si usted no sabe leer ni escribir”, acusaba el improvisado jurado tras sus mesas de aglomerado. Cayeron los déspotas, y un anciano lloraba y reclamaba: „¡Danos ahora tu tarjeta de racionamiento, sinvergüenza, para tener 200 gramos más de salami!”.
El telón volvió a cerrarse y, en el tercer acto, nos encontramos con mineros violentos que intentaban la contrarrevolución y un safari de espías españoles a la caza de papeles, de las grabaciones de la Securitate y de ayudantes. Pero ésa fue otra historia.