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Holanda pretende mantener cerrada la puerta a rumanos y búlgaros

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Holanda, histórica tierra de acogida, está confusa. La próxima llegada de rumanos y búlgaros al mercado de trabajo del resto de la UE enfrenta al Parlamento y crea malestar ciudadano. Entre los políticos, el más sonoro es el líder xenófobo, Geert Wilders, que clama por contener “un tsunami de desarrapados”. El Gobierno, una coalición de liberales y socialdemócratas, tampoco está conforme. Los primeros, se miran en el espejo del Reino Unido y se reconocen. También quieren reforzar los controles de las fronteras internas comunitarias a partir del 1 de enero de 2014. La socialdemocracia tiene un conflicto moral con la situación, y prefiere centrarse en evitar la explotación de futuros trabajadores poco cualificados. Sin embargo, el ministro de Asuntos Sociales, Lodewijk Asscher, es de su partido y uno de los más firmes partidarios de los planes “potencialmente interesantes” de Londres. Por eso expondrá el “efecto negativo” de la libre circulación de ciudadanos de países pobres en la cumbre comunitaria del día 9.

Según la Oficina Central de Estadística, unas 600.000 personas procedentes de otros países de la UE residen en Holanda. De estas, cerca de 20.000 percibe subsidios sociales. La proporción puede parecer asumible en términos contables, pero Holanda acaba de salir por los pelos de la recesión, ha perdido la triple A crediticia (está en AA+) y roza los 700.000 parados en un país de casi 17 millones de habitantes. De ahí que la figura del inmigrante del Este europeo haya acabado deformándose. Como la Oficina Central de Planificación, asesora del Gobierno, calcula que los viajeros búlgaros y rumanos “tendrán menos estudios que los polacos”, se presume que llegarán con intención de pedir ayudas para toda la familia. Aunque no se dice abiertamente, se teme que muchos sean gitanos.

Mariana Campeanu, ministra rumana de Trabajo, ha rechazado el estereotipo en que se han convertido sus compatriotas con un argumento contundente: “La mayoría de los emigrantes ya ha salido de Rumanía. Los que quedan irán a lugares como España e Italia, con lenguas más próximas y una cultura parecida”, ha dicho. Su colega búlgara, Rositsa Yankova, lo corrobora con un matiz. En su opinión, “los búlgaros que marchan a Holanda pertenecen a la minoría de origen turco”. “Es apetecida porque una de sus mayores comunidades de origen étnico es de ascendencia turca” añade la política.

La democracia cristiana holandesa, cuyo apoyo es esencial para un Gobierno sin mayoría en el Senado, cuida el vocabulario al formular sus reticencias: “La llegada de estos trabajadores complicará la búsqueda de empleos a los parados holandeses. Nuestro mercado tiene un aspecto nacional y también europeo”, ha señalado el diputado Pieter Heerma. En plena controversia, y con ocho de cada diez holandeses en contra de la apertura fronteriza de 2014, el Gobierno ha tenido que defenderse de la acusación de “racismo en el clima político y medios de comunicación nacional”, procedente del Consejo de Europa. El organismo reprocha la imagen que dan de europeos del Este y musulmanes. Muy molesto, el ministro Asscher, que está cerrando acuerdos con Polonia, Rumanía y Bulgaria, y también con empresas holandesas, para evitar la explotación laboral (sobre todo en la agricultura y construcción) ha contestado que es “demasiado fácil comparar la crítica contra la inmigración con el odio al extranjero”. “No se puede decir que un país entero sea racista”.

El tono de su respuesta fue cortante porque es la segunda vez que el Consejo llamaba la atención a La Haya. El pasado octubre, recordó que debía “proporcionar alimento, ropa y cobijo” a los solicitantes de asilo rechazados “hasta el fallo definitivo de los tribunales”. En 2010, una orden del propio Consejo prohibió a Holanda dejar en la calle a los demandantes de refugio con hijos cuando no colaboraran en su repatriación. La mayor ONG del ramo calcula que 5.000 personas corren igual suerte al año. El caso más reciente, aún sin resolver, lo protagonizan unas 200 personas que han agotado los recursos legales y serán expulsadas. El ayuntamiento de Ámsterdam quiere alojarles seis meses en una antigua prisión transformada en centro de acogida. Muchos fueron encarcelados en su tierra y no quieren ir. Otros dicen ser apátridas, un callejón sin salida, para el que la Comisión Nacional de Extranjería acaba de aconsejar la entrega de permisos de residencia. Sobre todo a los niños.

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