Cannes: cine… y del bueno
Cannes volvía a ofrecernos un año más su espectacular mar azul, sus yates, su glamour, su mítica alfombra roja y, además, este año teníamos un nuevo invitado: las colas. Antes, para acceder a cualquier sitio siempre había pequeñas esperas, te miraban con un lector de código de barras el pase y en dos o tres minutos entrabas en el palacio, en la zona del puerto o donde fuera. Pero este año, después de la sacudida del terrorismo, Cannes había cambiado: grandes macetas limitaban el acceso a posibles camiones suicidas, militares equipados para conquistar la colina más inaccesible patrullaban por el paseo marítimo, policía y más policía vigilaba, con las ametralladoras preparadas, cada rincón y los accesos a cada recinto aparecían fortificados. Arcos detectores de metal, inspección una y otra vez de bolsos y mochilas, cacheos, más tiempo con cada persona. En definitiva, grandes colas y menos tiempo para tener reuniones, para ver a viejos amigos, buscar co-productores o vender tu película.
En lo puramente cinematográfico, el festival empezó con las críticas a las cintas de Netflix por su carácter “televisivo” y vaya usted a saber qué es eso. Pedro Almodóvar declaraba que no creía que una película que no fuera a ser proyectada en pantalla grande fuera merecedora de optar a un premio en el festival. La paradoja es que los grandes festivales lo que exigen es lo contrario, que las películas que se presenten sean estrenos mundiales, esto es, que no se hayan proyectado nunca. Nadie pide que después del festival sea obligatorio proyectarse en pantalla de cine, aunque Cannes ya ha decidido cambiar las reglas para el año que viene, como para protegerse del futuro. Y aquí empieza el debate sobre qué es cine y qué no es cine.
En el 2009 dirigí una película en Rumanía titulada “Ho Ho Ho”. Era el primer largometraje navideño rodado en aquel país. Por entonces, Rumanía contaba con muy pocas salas de cine. Muchas de las clásicas en el centro de las ciudades habían cerrado, pero las multi salas que acababan de abrir en los centros comerciales eran todas muy nuevas, por lo que contaban con los recién llegados proyectores digitales y, aprovechando esta circunstancia, decidimos rodar la película con cámara digital y editar y post-producir también en digital. Hasta aquí todo era más o menos normal, la novedad consistía en sacar las copias de proyección solo en digital prescindiendo de la copia en película de toda la vida. Aprendimos entonces que esa copia digital se llama DCP, acrónimo de Digital Cinema Package. El primer DCP lo encargamos a Los Ángeles y fue un completo desastre, los colores estaban mal, la textura inexistente, dudamos, quizás nos estábamos equivocando y debíamos volver a la clásica copia en 35 milímetros. Buscamos más opciones, más laboratorios que hicieran esa copia digital. Ahora cualquiera puede hacer una con el ordenador de su casa, pero solo hace ocho años aquello estaba en pañales y poca gente lo hacía y, como vimos por nuestra experiencia en Los Ángeles, no todos lo hacían bien. El segundo DCP se realizó en Budapest y cuando lo proyectamos una mañana en un cine de Bucarest nos sorprendió el contraste, los colores, la definición, la calidad en definitiva. En el cine estábamos solos el director de foto y yo y disfrutamos de esa primera copia en digital de nuestra película en pantalla de cine. Estrenamos, fue un éxito y, dos años después, hicimos la segunda parte, pero esto ya es otra historia. Después del estreno de la primera parte comenté con mis colegas españoles mi estreno en cines solo con copias digitales y casi todos, además de ponerme cara de extrañeza, me dijeron que si la copia de exhibición era digital y no en pelÍcula lo que yo había hecho no era una película sino un telefilm. Yo les explicaba las bondades de la copia digital sobre la película: menos voluminosa, pases sin ralladuras, manchas o cortes; además, puedes evitar el pirateo al ponerle fecha de inicio o fin a la proyección y otras cuestiones técnicas. Pero nada: “Jesús, has hecho una TV movie”.
Ahora, pasado el tiempo y viendo que el cien por cien de las películas se exhiben en el famoso DCP, solo me queda pensar que lo que hace nueve años se tildaba de “no cine” ahora es la norma del cine y que con nuestra “Ho Ho Ho” fuimos un poco pioneros.
Me acordé de todo esto cuando el debate sobre las palabras de Almodóvar saltó a los cafés y a las calles de Cannes y la gente discutía si las películas de Netflix son cine o televisión. Las cosas cambian tan rápido que no me atrevo a decir qué es qué, pero sí me atrevo a decir lo que veo y veo a gente viendo películas de “cine” en teléfonos, tabletas, ordenadores, en el metro, en trenes, mientras esperan en el médico o en una estación. Veo a gente viendo películas mientras sobrevuelan los océanos en un avión, veo a gente viendo películas mientras come un bocadillo en el parque o mientras hace que trabaja en la oficina; también, claro, veo a gente viendo películas en la televisión y, por supuesto, intuyo a gente viendo películas en la oscuridad de las salas de cine.
¿Qué es mejor?
¿Qué es cine?
Mi película “Ho Ho Ho” era y es cine y cada año se vuelve a emitir en navidades para que generaciones de niños crezcan viendo las aventuras de mi protagonista, como generaciones de niños españoles crecimos viendo “La gran familia” o, más recientemente, “Solo en casa”. Las películas que se ven en tabletas, teléfonos, ordenadores y en teles de todo el mundo son cine y las películas que se ven en el cine, lógicamente, también son cine.
Creo que lo que es o no es cine no depende de dónde se vea. De otra forma, el año que viene Netflix podría comprar unos cines (dinero creo que tienen) y se acabaría el problema: “queridos señores de Cannes, las vamos a proyectar en nuestros cines, en pantalla grande, y así ya se podrá decir que es cine oficialmente. Pero para mí el cine tiene más que ver con lo que contamos, con las emociones, con cómo las películas nos transportan a lugares, universos y tiempos diferentes al nuestro. Cómo compartimos la historia con los protagonistas, sufrimos con sus desengaños, nos enamoramos, luchamos y nos emocionamos con ellos o cómo nos sorprendemos con el punto de giro que un guionista escribió, para que un director lo convierta en imágenes y que, a través de una tablet, teléfono , television o pantalla de cine, un espectador pueda verlo.
Por supuesto, en pantalla grande se ven muy bien y se oyen de maravilla las películas y en el metro con unos cascos seguro que se pierden cosas, pero el cine no es calidad de proyección, es calidad en nuestras historias, en cómo las contamos en las interpretaciones y cómo conseguimos emocionar, sorprender, asustar, alegrar, enternecer o hacer llorar al espectador y, si lo conseguimos en el metro de cualquier ciudad del mundo, después de un largo día de trabajo, mientras nuestro espectador espera en la soledad del andén viendo una película, entonces habremos hecho cine… y del bueno.