Costumbres funerarias rumanas
Las costumbres funerarias rumanas, a diferencia de las españolas, ya muy estandarizadas, están condicionadas por viejas tradiciones, tanto religiosas como de carácter supersticioso, que las familias tienen muy en cuenta cuando pierden a un ser querido. Desde el punto de vista de un español, el primer problema al que se enfrenta un rumano cuando fallece alguien en su familia es la inexistencia de unas pompas fúnebres que le resuelvan el problema. En los últimos años han aparecido en Rumania, principalmente en las grandes ciudades, empresas que ofrecen todo tipo de servicios funerarios como en España, sin embargo, en la mayor parte del país se respeta un proceso menos profesionalizado y más doméstico, repleto de ritos y trufado de supersticiones, explica Carlos Basté en su blogBucarestinos.
Cuando una persona ha dado ya su último aliento, un familiar cercano procede a lavarlo con cuidado, rociarlo con agua bendita y vestirlo con ropa limpia, a ser posible recién comprada para la triste ocasión. A continuación, se le ata la mandíbula, las manos y los pies. El cadáver debe vestir con zapatos nuevos, mientras que ningún asistente al funeral deberá estrenar calzado. Las mujeres fallecidas no se visten de negro para evitar que regresen del más allá y embrujen la casa.
Una vez acicalado, el cadáver se coloca sobre su cama o en un soporte especial proporcionado por la Iglesia. En ocasiones, tal y como hacían los antiguos griegos con sus difuntos para pagar la travesía del Hades guiada por Caronte, se colocan unas monedas en las manos del difundo para pagar las “aduanas” (vămile) por las que transitará, aunque los más fervorosos cristianos no respetan este hábito por considerarlo pagano, es más, afirman que cualquier objeto colocado en sus manos o en sus bolsillos sólo servirá para frenar su ascensión a los cielos. Habitualmente, sobre el pecho del difunto se coloca un icono o sus propias manos sosteniendo una cruz.
Antes de depositar el cuerpo dentro del ataúd, existe la costumbre de rodearlo tres veces con un recipiente con incienso para, según se dice, alejar los malos espíritus. Una vez en la caja, algunas familias colocan un espejo, un peine, una aguja u otros objetos de ajuar, cosas que el difunto necesitará en el más allá, aunque de nuevo los más ortodoxos se oponen a esta práctica, negándose incluso a que se corten las uñas o se peine al finado pues, aparentemente, no se trata de hábitos cristianos. Antiguamente, se decía que si un gato pasaba bajo el ataúd, era necesario clavar un cuchillo en el corazón del fallecido para impedir que se convirtiese en un no muerto.
Durante la exposición del cuerpo, que dura nada menos que tres días, cada persona que llega a la casa del fallecido para presentar sus respetos sustituye el habitual Bună ziua (Buenos días o, en general, Hola) por un Dumnezeu să-l ierte! (¡Qué Dios lo perdone!). Por la noche, durante el velatorio, la gente se reúne alrededor del ataúd y a media noche se sirven comida y bebidas a los asistentes, tras lo cual suelen quedarse sólo los más allegados, que no se separarán del cadáver y se asegurarán de que una o varias velas permanezcan siempre encendidas, al igual que el resto de las luces de la casa.
Mientras el ataúd permanece en casa, todos los espejos se cubren con tela para evitar que el alma del difunto quede atrapada o que alguien vea su imagen reflejada pues, según una vieja superstición, será el próximo en morir. Por un motivo parecido, puertas y ventanas permanecen abiertas, facilitando el viaje del alma hacia el cielo.
Para indicar públicamente que alguien ha muerto en un determinado hogar, en la puerta de la casa se coloca un paño negro en el que se escribe el nombre del fallecido, su fecha de nacimiento y la fecha de su fallecimiento, pieza que no se retira durante 40 días. Durante este mismo período, los familiares deben llevar un pedazo de tela negra adherido a su ropa y los varones no pueden afeitarse.
Dependiendo de la zona de la zona de Rumania donde se produzca el duelo, el llanto puede ser una muestra de respeto – en el pasado, se contrataban incluso coros de plañideras – o una grosería hacia el difunto, a quien las lágrimas le amargarán el “alegre” camino hacia el cielo o incluso “las aguas que beberá en el más allá”.
Una costumbre respetada especialmente en los pueblos es la procesión, desde la casa del difunto o la capilla de la iglesia donde estaba depositado, hasta el cementerio. La encabeza un grupo de hombres portando banderas negras con la efigie de santos, iconos procesionales y una cruz, seguidos de varios sacerdotes. En ocasiones, el grupo de hombres porta un pequeño abeto decorado con cruces, luces y algunos alimentos. Los sigue un carro tirado por caballos o una pickup portando las coronas de flores y el ataúd, normalmente abierto, tras el cual caminan parientes y amigos portando velas a las que se atan pañuelos y toallas repartidos por la familia (cuando los familiares y amigos se trasladan en coche, suelen atar toallas al retrovisor en señal de duelo). Durante la procesión, las casas de los familiares del difunto abren sus puertas cuando el ataúd pasa frente a su fachada. El cortejo se detiene en cada cruce de caminos, donde se colocan alfombras en fila, formando un metafórico puente hacia el más allá, sobre las que circulará el séquito tras una breve oración del sacerdote.
Una vez en el cementerio, los sacerdotes realizan un breve servicio y el cadáver se sepulta directamente en la tierra, con los pies y las manos desatadas. Terminado el entierro, se realiza la pomană, una espléndida comida servida por la familia a los asistentes al entierro, celebrada por el perdón de los pecados del difunto y la salvación de su alma. El ágape se repite a los 40 días del funeral, en casa de la familia o en restaurantes que, cual si de una boda o un bautizo se tratase, ofrecen menús especiales para la ocasión.