Elitismo y racismo social en Rumanía
El sábado 8 de noviembre miles de personas han tomado el centro de Bucarest, Cluj-Napoca y otras ciudades de Rumania en protesta contra el gobierno dirigido por el primer ministro Victor Ponta, candidato socialdemócrata a la Presidencia del país en unas elecciones que se resolverán el próximo 16 de noviembre. El motivo de la protesta, aparentemente, es la defensa del derecho de voto de los rumanos emigrados en países de Europa Occidental, pero se han visto y oídos eslóganes demandando la dimisión del gobierno a gritos de “abajo el comunismo”, explica el historiador Álex Amaya en su blogRomania prin Perdea.
Durante la primera vuelta de la elección presidencial, el pasado 2 de noviembre, el voto en las embajadas y consulados de ciudades como Londres, París o Múnich fue organizado con mucha torpeza por las autoridades rumanas. El resultado fue la existencia de largas esperas y el lamentable hecho de que algunos ciudadanos se quedaran sin poder ejercer su derecho de sufragio a pesar de que se ampliara el horario de voto.
Las protestas se insertan en la tensión entre el primer ministro Ponta, favorito el próximo 16 de noviembre, y los sectores más radicalizados de la oposición de derechas en el actual proceso electoral presidencial. Estos sectores han acusado al gobierno de entorpecer a propósito el sufragio en las embajadas y consulados para evitar que ciudadanos que habitualmente votan por opciones de derecha puedan tener una influencia determinante en la elección. No en vano, el conservador Klaus Iohannis, rival de Ponta en la segunda vuelta electoral del 16 de noviembre, obtuvo un 46,2% de los votos de los emigrados, mientras Ponta se quedó en un magro 15,9%. En tercer lugar terminó la exministra de Justicia Monica Macovei con un 15,2%. Macovei encabezaba una plataforma independiente basada en la lucha contra la corrupción, pero su programa era con diferencia el más radicalmente derechista. Sus seguidores, muchos de ellos jóvenes, se encuentran en el núcleo de las protestas de hoy.
A nivel nacional Victor Ponta ha obtenido un 40,44% en la primera vuelta de las elecciones. Klaus Iohannis ha terminado segundo con un 30,37%. El tercero ha sido el liberal Călin Popescu-Tăriceanu, primer ministro entre 2004 y 2008, con un 5,36%. Ponta ha anunciado que en caso de alcanzar la Presidencia, Tăriceanu será su candidato a primer ministro, lo cual podría darle el apoyo de miles de votos de centro-derecha que añoran los años de bonanza pre-crisis en los que Tăriceanu dirigió el gobierno. Elena Udrea, exministra de Turismo y candidata apoyada por el actual presidente Traian Băsescu, se ha quedado en un pobre 5,20%, mientras Macovei ha obtenido un resultado muy por debajo de sus expectativas: 4,44%.
El panorama es, por lo tanto, bastante favorable para Ponta, que en el último sondeo aventaja con diez puntos -55% a 45%- al candidato Iohannis. Para los sectores de oposición más radicalizados, la idea de que Ponta obtenga la Presidencia es inaceptable. De ahí que la opción de la revuelta callejera para evitarla haya tomado forma con rapidez y notable capacidad de convocatoria. Pero, ¿por qué es Ponta una opción tan rechazable para estos sectores? Un vistazo a la plataforma electoral del candidato socialdemócrata muestra un programa eminentemente de centro-derecha -mantenimiento de un IRPF no progresivo, ventajas fiscales para las corporaciones, privatizaciones estratégicas- aderezado con un discurso nacionalista que pone el acento en la nación, la familia tradicional y los lugares comunes historicistas del nacionalismo rumano, por encima de conceptos propios de la izquierda como la defensa de los derechos colectivos, la lucha contra la desigualdad o la cultura política ciudadana y republicana. Hay, ciertamente, pinceladas sociales que no tienen poca importancia para algunos sectores de la población: un nuevo aumento del salario mínimo y de los salarios de médicos y otros funcionarios públicos; modernización de las comunicaciones, las escuelas y los dispensarios en el medio rural; y un crecimiento de las pensiones y del número de guarderías públicas.
Aparentemente, una mayoría del electorado de centro-derecha podría apoyar el programa de Ponta. Ése es precisamente el objetivo del primer ministro: dando por seguro el voto de la izquierda ante la falta de una alternativa a la socialdemocracia, el candidato presidencial del PSD trata de convertir su partido en una opción de tipo catch-all. Y, sin embargo, Ponta –y cualquier candidato socialdemócrata- es percibido por los sectores más radicales como la continuación de los elementos más oscuros del periodo socialista y de lo que ellos llaman régimen Iliescu, que fuera presidente entre 1990 y 1996 y entre 2000 y 2004. Para estos sectores solamente la derecha puede garantizar la democratización del país, el progreso económico y la lucha contra la corrupción; solamente las privatizaciones masivas pueden sacar al país del atraso económico y solamente una actitud abiertamente hostil contra Rusia e histéricamente pro-OTAN puede consolidar la senda hacia Occidente emprendida por Rumania con la caída del primer gobierno Iliescu en 1996.
Como consecuencia de todo ello, desde este universo ideológico se ha desarrollado un discurso muy violento contra el voto rural, el de los ciudadanos de tercera edad, el de los funcionarios, los obreros no calificados o los pertenecientes a la minoría gitana, entendidos todo ellos como manipulables. Portales de noticias cercanos a estas tendencias, como Gândul, han llegado a plantear el sufragio censitario. El elitismo y racismo social de la campaña en internet de los que apoyan a Macovei, por ejemplo, han sido nauseabundos a este respecto. El voto de la diáspora es reivindicado como un voto occidentalizado por defecto, y ahí entra la interpretación de las dificultades en las embajadas el 2 de noviembre como una conspiración comunista para no perder las elecciones.
Y sin embargo, de dos millones de ciudadanos emigrados con derecho a voto, solamente 160.000 han acudido a las embajadas para depositar su papeleta, un 1,5% de los que votaron el 2 de noviembre. El sufragio de la diáspora fue más numeroso que en anteriores comicios, pero no mucho más. En mi opinión, las escandalosas dificultades para ejercer el voto en las embajadas difícilmente se deban a una conspiración maquiavélicamente ideada por Ponta para no perder las elecciones. La razón es probablemente otra: el Estado rumano, reducido a una expresión mínima tras dos décadas de post-socialismo, ya no es capaz de garantizar el voto de los emigrados, como tampoco es capaz de satisfacer las necesidades mínimas de millones de ciudadanos. Se trata de un estado mínimo y en retirada, ineficiente por su subfinanciación. Como ha escrito el sociólogo Florin Poenaru, “un Estado rumano que no sabe cuántos ciudadanos tiene en el país y mucho menos cuántos tiene fuera. Un Estado tan pequeño y mal organizado como una sección de voto en la diáspora.” Lo irónico del asunto es que se trata de un Estado exactamente igual al que quieren aquellos que hoy en Rumania han llenado las calles protestando en defensa de sus compatriotas emigrados.