Flores y frío a 4.200 metros de altitud, camino del campamento base del Annapurna
Tercera entrega del diario que narra la subida al campamento base del Annapurna por Jesús del Cerro este verano. El desayuno, consistente en huevos y una especie de panqueque, hace las veces de despertador y consigue que me desperece del todo. Afuera, un claro deja ver el Machapuchare, cola de pez sería su traducción. Es una montaña majestuosa, impresionante, 6.993 metros de montaña sagrada, un buen inicio de mañana. Comprobar que, como ha llovido toda la noche, toda mi ropa está mojada, lo empeora un poco. Vuelvo a organizar mi mochila en una parte mojada y nada en la parte seca mientras cuelgo unas prendas por fuera con la esperanza de que algo se seque dándome aspecto de buhonero. El sol brilla pero el viento y la altura se sienten. No hace frío, pero no es la sensación térmica que tenía en el valle: estamos a 2.590 metros.
Iniciamos la marcha a las siete y media. Pronto el fresco inicial debido a las cuestas que subimos deja paso al calor y al cansancio. A mediodía llegamos a los 2.900 metros. Llevaba horas esperando que los árboles desaparecieran y, ahora, a esta altura, los árboles dejan paso a los helechos y a los arbustos. La senda se convierte en un camino de cabras, en algunas partes tienes que ayudarte con las manos, los paisajes que vas dejando son majestuosos, estoy a tres mil metros y las cumbres que tengo cerca alcanzan los cinco o seis mil. Lo que en otra parte del mundo serían divas aquí son actrices de reparto, al fondo, el Machapuchare con sus casi siete mil metros impone su ley. Un poco más allá están los Annapurnas que superan los ocho mil metros. Aún no he podido verlos; antes hay que seguir subiendo, cambiar de valle y confiar en que las nubes abran un claro como el que ahora me permite contemplar la morada del dios Shiva: el Machapuchare.
Por el camino seguíamos pasando ríos, arroyos, cascadas y yo andaba pidiendo mentalmente a Shiva, o a quien pudiera escucharme, que no lloviera hoy o que no lloviera mucho.
Llegamos a Deurali, a 3.200 metros. Las nubes están a nuestra altura y podemos ver cómo avanzan por mitad del valle. El espectáculo es increíble. Paramos a descansar y a admirar el paisaje. Saco unas almendras de la mochila y las comparto con Ram y con Steve, un americano de Chicago quien, a su vez, saca una chocolatina y la divide con sumo cuidado en tres partes iguales. A estas alturas todo es escaso y de agradecer, así que nos comemos nuestro tercio de chocolatina y nuestras almendras rancias (he descubierto que llevan caducadas desde marzo del 2014).
En nuestro plan inicial hoy deberíamos llegar al campamento base del Machapuchare, pero ayer recuperamos el retraso del primer día y hoy llevamos muy buen ritmo, así que decidimos intentar alcanzar el campamento base del Annapurna. Por delante, cinco horas de marcha y un kilómetro de desnivel.
Aquí ya hace más frío y pongo las partes de abajo a mi pantalón desmontable. El chubasquero esta húmedo aunque, si ando y lo caliento, está bien. Al parar, siento en minutos la humedad y el frío, por lo que hay que andar mucho y parar poco.
Salimos de Deurali sobre las doce y, poco después, la lluvia vuelve a caer con fuerza. Caminamos en una especie de altiplano lleno de amapolas gigantes que dan un aspecto mágico a la montaña. Lástima que la lluvia y la niebla empiecen a hacer más complicada la marcha. El camino se empina más y más y se anda por un barrizal; la niebla te deja ver unos veinte metros por delante, lo que, unido al cansancio y a la altura, hace que camines como mareado. Te faltan referencias y la lluvia sigue cayendo aunque tú ya estés empapado y esta solo consiga llenarte los ojos de agua y, junto con la niebla, hacer que avances sin ver bien el camino. Ante esto solo puedes pensar en seguir caminando y obviar todos esos elementos. Tú a lo tuyo: andar.
Llegamos calados y cansados al campamento base del Machapuchare a 3.700 metros de altitud. Allí, en el comedor, una suiza llamada Yasodara –como la mujer de Buda– y Daniele, un encantador italiano, junto con un par de nórdicos, descansan antes de atacar el último tramo. Todos hemos llegado mojados y, después de quitarnos la ropa, nos hemos embutido en unas mantas que huelen a humanidad. ¿Cuántos se habrán cobijado en ellas? me pregunto mientras noto la calidez ignorando el olor. La comida es, lógicamente, arroz con verduras y debe ser rápida. Tenemos que completar el último tramo antes de que se haga de noche. Afuera sigue lloviendo. La comida de charleta con Daniele y Yasodara es agradable. Poco a poco cada uno va saliendo a afrontar el tramo final.
Cuando nos toca a Ram y a mí, la lluvia va amainando pero nosotros tenemos que ponernos nuestras ropas caladas. Sabemos –por experiencia– que durante los primeros minutos vamos a pasar un frío helador que se nos va a meter en los huesos pero, en cuanto andemos un poco, nuestro cuerpo calentará esas ropas mojadas y la sensación no será placentera… pero la podremos sobrellevar. Además, estamos a unas horas de llegar a nuestro objetivo y eso da a nuestras piernas la energía necesaria.
Nos vestimos y salimos a por el último tramo. Estamos a 3.900 metros, hemos superado la altitud del Teide y caminamos rodeados de flores de todos los colores. La verdad, me esperaba piedra y roca yerma y esto es un vergel lleno de color. El monzón nos da un respiro y el viento se lleva las nubes. A nuestra espalda el Machapuchare sale entre las nubes. Enfrente están los Annapurna pero, como las grandes divas, están ocultos esperando su momento para salir y mostrar su esplendor. El respiro dado por la lluvia y la niebla se agradece y el sol asoma tímidamente. Ahora puedo ver con claridad dónde estoy: un valle verde dividido por un río que fluye tranquilamente mientras decenas de arroyos se dirigen hacia él. Flores de todos los colores salpican el verde, miro hacia arriba esperando ver nieve que no hayo. Son montañas de seis mil metros en las que el verde y la piedra conviven y no hay ningún resto blanco. A cambio, un rebaño de ovejas pasta tranquilamente a más de cinco mil metros de altitud. El cambio climático también ha llegado aquí y Ram me dice que esas cumbres eran de nieves perpetuas hace años; ahora ya no. Pienso que estamos destruyendo el planeta donde vivimos, pero la belleza a mi alrededor da una tregua a mi pesimismo. Hay un montón de pájaros de colores y veo varias veces un animal a mitad de camino entre la ardilla y el ratón corriendo aquí y allá.
La altura se nota y también el barro del sendero, que a veces hace que des un paso hacía delante y resbales medio hacía atrás. Procuro ir un poco más despacio e ir controlando mi esfuerzo y mi corazón, al que siento latir. Se que me puede dar en cualquier momento el mal de altura –un fuerte dolor de cabeza y un mareo que me obligarían a bajar de altitud rápidamente– así que bajo el ritmo y sigo subiendo.
El sol me recibe a la llegada al campamento base del Annapurna. Llego cansado, calado y muy contento. Estamos a 4.130 metros, el Machapuchare se ha sacudido definitivamente las nubes y ahí está, siendo testigo de mi llegada. Los Annapurnas más púdicos siguen detrás de las nubes. Unas fotos de rigor en el cartel y subo al comedor; allí un té caliente me reconforta.
En el comedor unas veinte personas charlan animadamente, entre ellas el italiano y la suiza, a los que saludo. También hay una francesa con mal de altura y un gran dolor de cabeza. Si en un rato no se le quita tendrá que bajar. Al fondo, un grupo habla animadamente en castellano. Me acerco y descubro que son catalanes y argentinos hablando de los estereotipos de cada uno; los catalanes celebran que soy madrileño con alborozo y me piden que cuente a los argentinos los tópicos de los madrileños. Ellos ya han hablado de la tacañería catalana, del fuet y del independentismo; yo hablo de la chulería de Madrid y del cocido. Entre carcajadas, pasamos un buen rato riéndonos de nosotros mismos.
Ram ya me ha dicho que aquí nada de ducha, que hace mucho frío. Le hago caso. En mi habitación me pongo lo único que tengo húmedo (seco no tengo nada, calado casi todo) y cuelgo toda mi ropa en la vana intención de que algo se seque. Aquí, a 4.200 metros, cenar cuesta siete euros, cargar el teléfono, dos y, dormir, solo uno. Ram no me ha conseguido más que una manta –aquí todo escasea más– y, embutido en ella en la cama, siento que hace frío de verdad. El despertador sonará a las cuatro y media de la mañana; a esa hora puedo tener alguna opción de ver los Annapurnas. Mientras pienso en ello e intento olvidar el frío que tengo, consigo quedarme dormido.