Somos tontos
“El mundo tal y como lo conocemos se está acabando”. Ese era el titular de la noticia. Javier (podría ser cualquiera de nosotros) pinchó en el link y empezó a ver fotos de los polos derritiéndose y de osos polares muertos de hambre por el deshielo, bosques talados en Canadá, desastres nucleares en Japón, ríos que parecen cloacas, cazadores furtivos posando con pieles de tigres siberianos, océanos contaminados y aves muertas por ingerir plásticos.
El artículo terminaba con una imagen: Javier pinchó en la flecha que le conduciría a esa última y, seguro, determinante foto, el ordenador se puso a pensar, Javier esperó y esperó y maldijo su conexión a Internet, el ordenador emitió un ruido estridente seguido de un ronroneo y se apagó. Javier respiró más fuerte de lo normal como para demostrar al aparato su descontento y pensó que a lo mejor había que empezar a pensar en cambiar su ordenador por uno más nuevo.
Javier pulsó la tecla de inicio, el ordenador se inicializó lo antes posible, no porque hubiera sentido el enfado de Javier o su deseo de cambiarlo por otro más moderno, sino porque los ingenieros que lo diseñaron así lo habían dispuesto y el ordenador –a pesar de este nombre- era muy obediente con los deseos de sus ingenieros.
Javier se había quedado con la duda, quería ver esa foto, esa última prueba de que el mundo se iba a acabar. El ordenador ya estaba listo y pedía disculpas por haberse cerrado inesperadamente además de preguntar a Javier si quería reportar ese fallo a los ingenieros que, en algún lugar del mundo, esperaban noticias de los fallos para poder solventarlos. Javier ignoró la petición, esperó un par de segundos y allí estaba la foto del ave marina muerta con su interior lleno de basura ingerida en los contaminados océanos del planeta Tierra. Pinchó en la flecha y, ahora sí, con total diligencia, el ordenador lo llevó raudo a la siguiente foto.
Javier se sorprendió. Esperaba una imagen de petroleras, de sobrepoblación, de ríos contaminados o accidentes ecológicos y vio una foto de un montón de gente luchando unos con otros, como huyendo de alguien, una persona vestida con uniforme azul trataba de controlar el caos. Unas puertas en la parte izquierda de la foto estaban medio abiertas, sin duda se estaban abriendo y la gente luchaba por entrar empujando a un chico que estaba literalmente aprisionado contra ella y que intentaba respirar con un gesto de terror en su rostro.
En la parte derecha de la imagen, sin embargo, las puertas permanecían cerradas, tras el cristal se veía a la gente esperar su turno, mirar a los que conseguían entrar con envidia, con deseo. Si la foto estuviera hecha en blanco y negro y en algún lugar gélido, podría ser una foto de la Segunda Guerra Mundial con gente luchando por su vida, huyendo de un enemigo que los aniquilaría. Pero la foto era en color, actual, la gente iba abrigada, por lo que debía de ser invierno, pero no parecía que hiciera demasiado frío.
Tampoco parecían refugiados huyendo de una guerra. Fijándose más, Javier advirtió que una persona que ya había traspasado la puerta de la izquierda sonreía, su imagen estaba difusa, la cámara no había logrado captarlo con nitidez, pero estaba claro que sonreía.
Buscó el pie de foto para poder entender cuál era el motivo de la sonrisa, de la alegría de esa persona cuya imagen aparecía sin enfocar y cuál era el motivo de los que seguían luchando, huyendo, tratando de entrar. Su mirada se cruzó con la de un chaval de unos doce años que lo miraba a través del cristal de la puerta derecha, la que estaba cerrada, con la expresión perdida; un adulto, que debía de ser su padre, lo protegía como podía de la presión para evitar que el niño quedara aplastado por la multitud contra la puerta de cristal que, sin hacer caso a su homóloga de la izquierda y en una decisión a todas luces arbitraria, permanecía cerrada.
La mirada de Javier llegó al pie de foto y, allí, su estupefacción aumentó y solo pudo preguntar: “¿somos tontos?”. La indignación que las imágenes del oso polar muerto, los océanos contaminados o la central nuclear explotando no habían conseguido provocar en él, la había generado esa foto tomada en algún centro comercial del mundo, justo en el instante en que abría sus puertas para el Black Friday del año anterior, para las megarrebajas tecnológicas que, viniendo desde Estados Unidos, empezaban a hacerse muy populares aquí también.
Javier lo entendió entonces: no huían de nadie, no peligraban sus vidas, el niño no anhelaba la salvación sino, probablemente, una nueva consola y la persona borrosa que sonreía lo hacía porque al entrar de los primeros conseguiría esa nueva televisión de colores perfectos, diseño curvo y sonido envolvente con un gran descuento, superior a los que las personas derrotadas y vencidas que luchaban detrás de él lograrían.
Esa gente seguía luchando contra la tozudez de la puerta derecha que seguía sin abrirse y contra el resto de la muchedumbre, mientras el señor, borroso (y victorioso) tendría esa televisión con la que ver sus programas favoritos, después de su jornada laboral de treinta y siete horas semanales en un trabajo que, probablemente, odiaría, en algún lugar del primer mundo.
Javier cerró su ordenador portátil, que aún mantuvo el ruido de los ventiladores fiel al mandato de sus protocolos de seguridad; unos segundos después, alcanzada la temperatura de seguridad, los ventiladores dejaron de funcionar.
La habitación se llenó de un acogedor silencio, Javier lo agradeció, le gustaba el silencio, agradecía esa soledad sensorial, esa oscuridad sonora y, en ese momento, recordó al niño con la mirada perdida, al señor borroso de la sonrisa, al chico casi ahogado aprisionado contra la puerta, al vigilante tratando de organizar el caos y su deseo de cambiar el ordenador porque había perdido unos segundos; recordó su pregunta al leer el pie de foto -¿somos tontos?- cuando entendió que la gente luchaba por unos descuentos, no por comida o bienes de primera necesidad, sino por rebajas en tecnología que, cada año, los fabricantes decidirían que ya estaba obsoleta y entonces abrirían un nuevo black friday, single day o lo que se les ocurriera para que la gente se pegara por comprar más y más.
Javier miró ahora su ordenador con cariño y decidió que, efectivamente, el mundo tal y como lo conocemos se estaba acabando y, en el silencio de su habitación, podía ahora quitar los signos de interrogación y afirmar: “somos tontos”.